Sobrevolando el Kilimanjaro.
Shira
nunca había soñado con llegar a un lugar tan alto. No había soñado que
merecería la pena sentir ese aire fresco en su rostro, en su cabello y en sus
manos. Ella no había soñado en toda su vida que su corazón latiría de ese modo,
ni que sentiría como su alma estallaría de triunfo, de conquista, al sentir que
lo había logrado.
Jamás
soñó que todo el camino de preparación la llevaría a lo más alto, y que todos
aquellos que le preguntaban por qué seguía adelante, diciéndole que no lo
conseguiría, se tendrían que comer sus palabras. No soñó ni siquiera con el
dolor que le llegaría alcanzar lo más alto, ni la sangre que gotearía de sus
pies ampollados. Tampoco soñó con todos los que dejaría en el camino, rendidos,
mientras ella luchaba por coronar la cima como otros tantos hicieron antes que
ella. No. Ella no sería capaz de soñar con una libertad como esa, rozando el
cielo y mirando hacia abajo, a todo ese mundo lejano que quedaba a sus pies...
O
quizás sí. Tal vez lo único que hizo Shira en su vida fue soñar. Soñar que
había algo más allá, algo mejor, un mundo donde no importara de dónde venía o
hasta dónde pensaba llegar. Quizás soñó y se dejó llevar por los sueños,
sacrificando sus manos y sus piernas que ahora sangraban desde lo más alto de
África, muy lejos del Kilimanjaro, desde donde podía ver todo su mundo, en lo
alto de una valla de Melilla.
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