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La amarga ausencia de la estática.

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         930 millones de kilómetros más tarde y un poco más de esa insignificante distancia es lo que tardas en darte cuenta de ciertas cosas. Cuestiones a las que no les das importancia en un principio pero que ahora son o han dejado de ser parte de tu vida.                   Durante todo ese camino has estado un tanto despistado, como ausente, y por qué no decirlo: acojonado y más alerta que el perro de “Up” buscando ardillas.          Te has pasado ese tiempo dando saltitos de aquí para allá, hablando con la gente que permanecía lejos de ti siempre que podías, e intentando crear un nuevo mundo a tu alrededor que te diera un confort que, asumámoslo, nunca vas a recuperar del todo. Así que te has dedicado durante todo este camino a crear un equilibrio más que precario entre dos mundos a miles de kilómetros de distancia.          Pero la travesía ha sido larga y tortuosa, y la realidad a la que te enfrentas ahora es resultado de dichos intentos, como cuando a principios

Autorelato

         Empecemos por lo evidente… Soy alto, no demasiado para parecer desgarbado, pero lo suficientemente desgarbado para ser alto. Y más me vale decir que soy delgado, intente comer lo que intente comer, hacer el deporte que haga, mi cuerpo parece decidir quemar toda esa energía y mantenerme en un peso precariamente saludable, pero con el que nunca estoy contento. Aun así me mantiene esbelto y si no hago el vago, fuerte. Soy rubio oscuro y castaño claro, o un color indefinible que varía dependiendo de lo largo que esté o la luz a la que se exponga. Tengo una buena dentadura, con alguna mella en las paletas, pero bien colocada y resistente a las brutalidades a la que la expongo. Mi nariz es grande, pero parece estar acompasada con mi cara y no crea un contraste demasiado grande, es recta, no muy estrecha ni muy ancha, y parece darme un aire de sabiduría que agradezco. Mis ojos son grandes (aunque mantenga la mirada entrecerrada para observar el mundo), marrones si los miras a más

La Arqueología de los Libros

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         Pablo Suárez Acosta estaba en esa edad en la que uno empieza a perder el control de las cosas creyendo que lo tiene  completamente en su mano. Sin embargo, que empezara a atravesar por los inquietos y deslumbrantes años de la adolescencia no había conseguido borrar de su ADN mental la costumbre de leer todo aquello que caía en sus manos. Si bien, llegados esos años empezaba a preocuparse más por ciertos temas más “exóticos” que requerían de bastante material gráfico, el joven Pablo no había dejado de lado su pasión por la lectura.          Fue debido a su pasión, a su búsqueda de libertad y a su insaciable curiosidad, que decidió pedir a sus padres mudarse al desván, sin saber que a pesar de su amplitud era endemoniadamente frío en invierno. Sus padres por su parte, temiendo la recién llegada adolescencia, decidieron que sería mejor para Pablo y para su hermana menor, que todos tuvieran su propio espacio, y que llegado el invierno invertirían en mantas suficientes para él

Veo

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         Veo. Abro los ojos y veo. Ella me lo dijo: ves demasiado.          Podría mentirme, pero sé que es verdad. Por esa razón a veces no miro, no veo, no me atrevo, y así sonrío más tiempo, y me sonríen más. Hay personas a las que no les gusta ser vistas. Lo sé.          No se trata de buena vista. Sin mis gafas apenas soy capaz de ver un rostro a cinco pasos. Ojalá caminara mucho más tiempo sin gafas, así el mundo estaría lleno de sorpresas. Pero no. Veo. Y créeme, a veces no quieres ver.          No recuerdo cuando comenzó. Quizás siempre tuve buenos ojos. El caso es que camino, me deslizo entre la realidad y veo. A veces es muy fácil ver, a veces más difícil. Pero dame el tiempo suficiente y veré. Y una vez vea, puede que me canse, que se acabe el secreto, que me vaya. Pero habrá visto, y lo sabrás.          ¿Qué he visto? He visto el dolor en los ojos de una persona, el alma quebradiza de aquellos que están a punto de desmoronarse, que huyen a casa desde

Ella lo dejó todo atrás.

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“Clanc” El sonido de la puerta al cerrarse era el mismo sonido que tenía su alma para salir a la luz. Y la luz estaba limitada a ese pequeño lugar en el mundo que era su apartamento. Lo había conseguido gracias a un amigo por un precio de lo más razonable. Zona céntrica, balcón, cocina, salón y dormitorios espaciosos. Más de lo que ella necesitaba, pero todo lo que deseaba. Poco a poco se había convertido en una parte más de ella. No estaba decorado en exceso, pero había pequeños detalles, como el color oscuro de la madera, souvenirs con pinta de tener cien años más de los que en realidad tenían… Esas cosas que lo convertían en una prolongación de ella misma. Dejó el abrigo colgado tras la puerta, aún no se había acostumbrado al clima húmedo de la zona y lo necesitaba cada vez que salía a la calle. Era viernes y se había acabado el trabajo. No sólo de toda la semana, el trabajo se había acabado por una temporada. Llevaba más de un año en el mismo lugar y la oferta que había re

Cerró la boca.

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         Cerró la boca porque era su padre, y pensó que su padre sabía más que ella y que su madre, y probablemente que sus hermanas y hermanos. Así que cuando él decía algo, los demás escuchaban y hacían lo que debían. Lo que no debían era estar molestando con “peros” o “y si...” que no llevaban a nada más que a una discusión acalorada y a un dolor de cabeza innecesario. Así que cerró la boca, miró a su madre y aprendió a pensar lo que debía pensar.                   Cerró la boca cuando sus maestros dijeron aquello de que era buena chica, muy lista para su edad, pero que para pagarle los estudios a ella deberían hacer un sobreesfuerzo y era mejor invertirlo en su hermano mayor, que ya tenía un puesto asegurado en una empresa, a pesar de que no era muy rápido de mollera. Que ella empezaba a ser lo bastante guapa para no necesitar estudiar, porque seguramente encontraría un marido lo suficientemente adinerado como para mantenerla, a ella y a los hijos que tendrían. Cerró la boca

Un pestañeo de más...

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        Un pestañeo de más. Un pestañeo de más es todo lo que necesitas para perder el dulce placer del sueño. Con ese ínfimo y casi insignificante movimiento pasarás del apacible y reconfortante descanso que tanto ansías a la desesperanzadora vigilia del insomne.                   No se trata de la luz que se filtra por esas improvisadas cortinas hechas con sábanas de invierno, ni se trata del desagradable canto de una docena de gaviotas, ni de las obsesivas ganas de ir al baño cada veinte minutos porque quieres creer que es lo que no te deja caer dormido de nuevo. Ni siquiera es la sobredosis de calor que has ido acumulando cual dinamo dando vueltas y vueltas sobre la cama. No. Se trata de tu propia y maléfica mente. Aunque más que maléfica es compulsiva e inquieta. Porque… tras ese pestañeo de más, cuando por casualidad del destino te despiertas a las tres de la madrugada con la boca tan seca que te mueres por unas míseras gotas de agua… Es entonces, después de beber de ese