La Arqueología de los Libros

         Pablo Suárez Acosta estaba en esa edad en la que uno empieza a perder el control de las cosas creyendo que lo tiene  completamente en su mano. Sin embargo, que empezara a atravesar por los inquietos y deslumbrantes años de la adolescencia no había conseguido borrar de su ADN mental la costumbre de leer todo aquello que caía en sus manos. Si bien, llegados esos años empezaba a preocuparse más por ciertos temas más “exóticos” que requerían de bastante material gráfico, el joven Pablo no había dejado de lado su pasión por la lectura.

         Fue debido a su pasión, a su búsqueda de libertad y a su insaciable curiosidad, que decidió pedir a sus padres mudarse al desván, sin saber que a pesar de su amplitud era endemoniadamente frío en invierno. Sus padres por su parte, temiendo la recién llegada adolescencia, decidieron que sería mejor para Pablo y para su hermana menor, que todos tuvieran su propio espacio, y que llegado el invierno invertirían en mantas suficientes para él.

Quedó así en manos del joven Pablo el vaciado y acondicionamiento del desván hasta el momento en que necesitara la ayuda de sus padres para subir los muebles por la estrecha y tortuosa escalera. Se dedicó con esmero a la tarea que le daría su ansiada libertad, se libró de cajas llenas de periódicos viejos, realizó mercadillos con ropa que ya nadie usaría en casa, y sobre todo descubrió secretos de toda la familia escondidos ahí arriba.

Fue buscando entre esos secretos cuando encontró una caja de madera, hecha toscamente pero que guardaba la forma de un baúl, aun siendo solamente un par de tablas bien colocadas que impedían la entrada del polvo a su interior. Le costó desencajar la tapa debido a la humedad acumulada después de tantos años sin abrir las ventanas del desván. Al levantar la tapa unas letras aparecieron en su interior con una caligrafía casi perfecta que parecía inclinarse hacia la derecha y se deslizaba suavemente.


“Propiedad de Dolores Acosta Rodríguez.
No dañar. No perder. No prestar.
Leer, creer y vivir.”

         Se detuvo unos segundos a admirar la pequeña advertencia que constaba en aquel mal labrado baúl. Bajo él un amasijo de papel acartonado marrón protegía su ansiado secreto. Lo abrió como esos extraños niños que no rompen los papeles que cubren los regalos de navidad, de los que van levantando las tiras de cinta adhesiva, esperando que esa angustia de no saber qué es lo que esconde dure todo el tiempo posible. En dos años y medio aprendería también, que esa sensación se puede multiplicar por mil cuando dos rostros están a tan escasos centímetros que el consecuente beso es casi inevitable y mucho más emocionante. Pero por ahora Pablo sólo se dedicó a desenvolver esos papeles marrones para encontrar bajo ellos la colección de libros más extraña que había visto nunca.

         No había orden alguno en aquellos pequeños tesoros. Él sabía algo de libros, y aunque empezaba tener esa creencia totalmente desacertada de que lo sabía todo, tenía razón en aquello de que cada persona lee cierta cantidad de libros hasta que decide cuales van a gustarle, y tras esa decisión, se dedica a coleccionarlos hasta que, inevitablemente, se queda sin espacio. Allí había títulos de libros del Oeste, de fantasía, astronomía, física, geografía, historia, arte, filosofía, novelas románticas, etc… Todos los géneros se mezclaban sin sentido, magia y realismo se entrelazaban sin respiro en un maremágnum literario.

         —Vaya con la abuela Lola. Debiste ser una lectora terrible. —dijo  observando la tapa mientras se sacudía el polvo de las manos en los vaqueros para no ensuciar los libros. —Veamos si tenías algo decente por aquí para leer.

El joven Pablo se sumergió entonces en lo que muchos reconocerán como la “caza por ojeo”. Se trata de ojear todos los libros posibles, leyendo solamente uno o dos párrafos, puede que al principio o a la mitad (nunca al final) para decidir si merece la pena leer lo que tienes entre las manos. Uno puede pasarse horas así en una buena librería sin encontrar nada interesante, o dos minutos y encontrar una perla que hará temblar los cimientos de su vida. Pero para su sorpresa, y para la de todos los que hubieran tenido entre sus manos los libros de Dolores Acosta Rodríguez, conocida como “Lola la Solterona” por aquello de no haberse casado nunca, ni haber dicho quién era el padre de su hija; resultó que las páginas de cada uno de los libros que Pablo pasaba por sus manos mantenían pequeños secretos.

Al principio pensó que eran marcadores de páginas improvisados, de esos que uno hace con una hoja seca, un trozo de servilleta o el papel de un caramelo si está perfectamente limpio. Pero aquello se volvía cada vez más extraño con cada página que pasaba. Se encontró allí con una hoja de arce y se preguntó cuándo había viajado su abuela a Canadá. En alguna página había una caracola, mezclada con restos de arena blanca. Eso también le hizo pensar, porque que él supiera, la playa más próxima se encontraba a más de mil kilómetros a la redonda. Había restos de pelo que parecían provenir de una mofeta, y ¡demonios! ¡Olían a mofeta! O al menos eso es lo que él creyó oler. Habían restos de flores tropicales, pequeñas piedras traídas de la otra esquina del planeta, fotografías tan antiguas que apenas se sostenían en pie. ¡Aquellos libros estaban llenos de recuerdos!

Con cada libro que abría aquellos extraños objetos comenzaban a asomarse como pequeños seres vivos por los bordes de sus páginas atrayendo su insaciable y curiosa vista. Cada uno de ellos era más inverosímil que el anterior, y parecían que los olores no se habían ido de allí en todos esos años, podía oler el trozo de cuero de las botas ideales para cruzar una carretera de los Andes, el sombrero de paja de los granjeros del sur de Andalucía, el trozo de la corteza de la caña de azúcar recién cogida de una plantación cubana, la tela del vestido de novia de una princesa hindú, la punta de flecha de un cazador siberiano, la pólvora de un rifle recién disparado y la garra de un oso Kodiak…

Pablo Suárez acosta pasó horas sumido en el silencio de su futura y fría habitación, indagando en los secretos de su abuela Lola. Casi no recordaba nada de ella, su rostro y poco más, su silla de ruedas, y el sabor de algunos dulces difíciles de masticar que le daban al llegar a casa. Y los besos de despedida, recordaba sus besos sin fin. Así que durante horas, y contra todo pronóstico, se dedicó a realizar una pequeña investigación a través de todos los objetos que encontraba en aquellos libros. Intentaba unir las piezas del rompecabezas y sólo llegaba a él un pensamiento que se hacía cada vez más profundo e iracundo en su corazón y en su mente.

¡¿Por qué nadie me contó nada?!

La ira de un adolescente se enciende más rápido que sus hormonas, y Pablo no era diferente a todos los demás, al menos en ese aspecto. Así que cuando su curiosidad se vio completamente insatisfecha, cuando descubrió que su abuela había viajado por todo el mundo y que nadie había osado nunca mencionarlo, cuando las pruebas estaban justo en frente de sus ojos, toda esa ira se volvió un resorte que lo hizo agarrar uno de los libros por el lomo y dirigirse escaleras abajo casi a punto de matarse.

Si bien la ira de un adolescente es rápida, el temor a unos padres cabreados es el remedio más rápido para estos pequeños arrebatos. Pablo sabía que no debía jugar con fuego, así que hizo lo que pudo con su rabia, colocándola en el lugar indicado, esperando a que sus padres cayeran en la trampa, para poder desahogarla con toda la razón de su parte.

Cuando llegó a la cocina vio a su padre recogiendo las cáscaras de las papas que acababa de pelar para la cena, mientras que su madre volvía de darse una ducha aún con la toalla enrollada en el pelo. Su hermana se encontraba en el salón, cantando a pleno pulmón la canción de sus dibujos animados preferidos. Apoyó el libro sobre la mesa, y sin la paciencia para sentarse, dispuesto a darlo todo en aquella lucha empezó su pequeño interrogatorio.

   ¿Mamá?
   Dime Pablo— se giró un segundo hacia el salón mirando a su hija pequeña— Teresa, haz el favor de bajar la voz que te están escuchando los vecinos, y no me hagas repetírtelo.
   Mamá… —su madre volvió la mirada hacia él arqueando una ceja, en su gesto habitual que implicaba un “ya te estoy escuchando”. — Estaba arriba en el desván y encontré una caja con cosas de la yeya Lola.
   Ajam—Ella seguía moviéndose por la cocina, agarrando a su marido de la cintura y robándole una de las papas crudas que tanto le gustaban. Se la echó a la boca y el sonido crujiente llegó a los oídos de su hijo. —¿Encontraste algo interesante?
   Bueno… ummm… sí, pero no es eso lo que quería preguntarte.
   ¿Qué era entonces lo que querías preguntar, cariño?
   ¿La abuela hacía muchos viajes? ¿Se llevaba los libros con ella?
   ¿La abuela? —su madre parecía sobresaltada, confusa, y Pablo no dudó de que por fin había caído en su trampa.
   Sí, la abuela. He encontrado unos libros suyos, y parece que están llenos de recuerdos de sus viajes…
   No creo que sean de ella Pablo, se habrán extraviado.
   Pero están en una caja que lleva su nombre. — Pablo comenzó a subir el tono de la voz, alterado— Y dice que los libros son suyos, así que no entiendo por qué no me habían contado nada sobre la abuela si…
   ¡Pablo! —su madre le cortó a mitad de frase— No sé si esos libros serían de mi madre, pero te puedo asegurar que cuando ella aprendió a leer, y créeme, sé muy bien cuando fue porque yo fui su maestra, tu abuela estaba ya en silla de ruedas y no se montó nunca más en un avión. Es más, dudo que se hubiera montado en ninguno incluso antes de nacer yo, así que déjate de boberías y prepárate pare cenar que tu padre va a terminar en un rato.


El golpe que se llevó el joven Pablo en su orgullo no fue tan duro como el que se llevó su recién descubierta realidad. De repente se vio sentado en la mesa del comedor con el libro entre sus manos. Un misterio se había roto dando lugar a otro mayor. Abrió de nuevo las páginas de aquel libro que yacía entre sus dedos y embobado empezó a ojear de nuevo las páginas con aquellos marcadores tan extraños. Ni el ruido de la cocina ni el de su madre intentando acallar los gritos de su hermana consiguieron sacarlo de su mundo. Sus ojos se perdieron entre las letras de una de las páginas, donde el marcador era la hoja de arce que casi se salía por los bordes. Las letras le llevaron a Canadá, donde se desarrollaba la escena de un crimen. Pablo se paró extrañado. Es una coincidencia, pensó. Pero por si acaso pasó las páginas y buscó en otra donde una pequeña lapa con granos de arena incrustados se peleaba con las letras. La escena se desarrollaba en una playa, mientras el detective de turno perseguía al asesino por un rincón de las Bahamas.

Así danzó Pablo entre las hojas de aquel libro que su abuela había dejado en sus manos sin quererlo. Cada marcador era un secreto sacado de sus páginas, un pedazo de historia en forma de recuerdo, vivo y vibrante. Cada vez que leía un párrafo se enfrascaba más en el libro, hasta que desoyendo las advertencias de su madre se movió como un zombi por el salón con el libro entre sus manos. El misterio de su abuela seguía sin resolverse, pero ahora Pablo quería saber quién era el asesino de aquella historia. Pasó las páginas y se detuvo a leerlas embobado, la escena final se desarrollaba como no, en las calles de Nueva York. El detective tenía arrinconado al asesino, pero este había agarrado a la hija del pelo y apuntaba a su cabeza con un revólver. El policía aprovechó un despiste del asesino y disparó. Su puntería era tan certera que el asesino cayó hacia atrás atravesado por la bala, y en su impulso arrancó un mechón de pelo de la hija del policía, pero más allá de eso, ella se encontraba a salvo.

Sumergido en esa lectura estaba Pablo cuando notó algo caer entre sus manos. Las miró sobresaltado y se encontró en ellas el casquillo de una bala y un par de pelos largos de color dorado. Pablo sabía que allí no había nada un segundo antes. Que esa página estaba vacía, que no había visto esos objetos nunca antes. Sus manos temblaron al recogerlos. El casquillo aún estaba caliente.

Volvió a la carrera hacia el desván, con el casquillo de la bala y los pelos en una mano mientras apretaba el libro contra su pecho en la otra. Se arrodillo delante del baúl y abrió de nuevo la caja. Leyó de nuevo la inscripción de la tapa en voz alta.


—… Leer, creer y vivir. —Se miró las manos de nuevo— ¡Joder con la yeya Lola!

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