El día en que las sombras cruzan Limes.



El Morador del Limes (Cortesía de Stardust)


Llevaba unos cuantos meses viviendo en Limes, en mi tranquilo y abandonado pueblo, que reparaba poco a poco trabajando duramente y con la ayuda de aquellos que se acercaban a saludar al “morador”. Ya me había acostumbrado a sus idas y venidas, a sus invitaciones y a su curiosidad innata. Había algo en mí que les sorprendía, tanto como ellos me sorprendían a mí. Y no hacía falta que me lo dijeran, aquellas gentes lo demostraban abiertamente. A veces venían niños y adultos a observarme. Se sentaban en lo alto del pequeño muro que rodeaba el pueblo y que continuaba su camino, y desde allí me señalaban o me hacían preguntas en voz alta. Muy pronto me acostumbré a ellos y asumí que, si yo me internaba en sus ciudades para ver cómo vivían, ellos tenían el mismo derecho a hacerlo conmigo.

Pronto pude comprender que aquello que les sorprendía, tanto a niños como adultos, era mi estancia en la villa. Ellos veían dos ciudades, diferentes, cada una con su estilo, pero al fin y al cabo, ciudades con toda clase de comodidades que podrían solucionarme un poco la vida, en vez de estar trabajando cada día para mejorar mi nuevo hogar, y también, aunque poco a poco, las casas de alrededor, sobre todo ahora que se acercaba el invierno. Más tarde me enteré que no era el único que había vivido en Limes, sino que entre los más ancianos de las ciudades, aún se contaban aquellos que habían vivido un tiempo al menos, en lo que ahora era mi hogar. Pero pocos hablaban de ello, salvo conmigo cuando los conocí, y no era por vergüenza. Pero ese tema parecía ser muy personal para ellos, indistintamente de la ciudad en la que hubieran terminado. 


Como decía, ya llevaba meses trabajando en reparar el que ahora era mi dulce hogar, y había conseguido ponerlo al día, incluso ya me dedicaba a recoger trocos de madera y guarecerlos para calentarme en los días de invierno que pronto llegarían. A parte de hacer pequeños arreglillos, cultivar lo que podía encontrar o compraba a mis vecinos, o de pasar los días con ellos aprendiendo sus costumbres, me dedicaba, sobre todo, a poner Limes en orden. El pueblo contaba con unas treinta casas, bien organizadas, con sus huertos, alguna con establo como la mía, en un estado un tanto decadente, o en otras palabras, acercándose a la ruina. Ya había arreglado goteras, ventanas rotas, huecos en la pared de mi casa, y hecho todo lo posible por adecentarla, incluido desatascar la chimenea, para risa de mis queridos observadores, que se desternillaban mientras yo me pasaba más de dos horas en el río helado quitándome la carbonilla. Los pequeños edificios estaban simplemente allí, sin ningún orden, dentro de los pequeños muros que las rodeaban, y solamente el camino que serpenteaba entre ellas y se alejaba a los dos extremos por la muralla que se unificaba y continuaba hacia el horizonte, las unificaba entre sí. El pequeño camino, entre ese tortuoso trazado, pasaba por una plaza que se apostaba en lo que podría considerarse el centro del pueblo, y que para mi sorpresa, estaba bastante bien cuidada en comparación al resto. 


No entendía por qué pasaba eso hasta la mañana del día del solsticio de invierno, del cual yo no tenía forma de enterarme cuando sucedería, ni me había preocupado por preguntarlo, ocupado como estaba en las reformas. Ese día no tuve que esperar mucho para despertarme. El ruido proveniente del exterior me arrastró fuera del mundo de los sueños, y me encontré, de pronto, frente a una estampa que me maravillaría durante mucho tiempo. Al asomarme  a la puerta pude contemplar como dos mareas de gente se acercaban por las colinas, bajando hacia Limes, desde Ύβρις y Αρετή. Llevaban ropas coloridas, venían bailando entre ellos, cantando, riéndose, y traían comida y bebida, y mesas y sillas, instrumentos de música y todo lo necesario para tener una buena fiesta.  


Salí de mi casa embobado por la situación, por la alegría que traían con ellos, por el escándalo y sobre todo por el hecho de que tanto los habitantes de Ύβρις  como los de Αρετή, se dirigieran hacia mi pequeño hogar para organizar una fiesta. No tardaron mucho en instalarse por el pueblo. Respetaban a mi parecer las pequeñas casitas y en particular la mía y mis cultivos, pero se repartían por todo el lugar colocando mesas y sillas por doquier, llenándolas con toda clase de dulces, de bebidas y de viandas. Los habitantes de ambas ciudades iban llegando poco a poco, y lo que a mí me parecía un pequeño pueblo con unas cuantas casas, pronto estuvo poblado, dentro y fuera de las murallas, por miles de personas, que danzaban y reían, que se hablaban y contaban chistes entre ellos, que se sacaban a bailar sin distinción alguna.    


Diría que me dediqué a observarlos durante todo el día mientras duraba la celebración, pero sería una mentira por mi parte. Descubrí pronto que celebraban la llegada del invierno y el día más corto del año. Ese día celebraban la marcha de las sombras del mundo, y la llegada de los días largos que empezarían a partir de entonces. Había competiciones de lucha, de atletismo, de lanzamiento… todo ello improvisando el lugar, mientras unos se apartaban para hacerles hueco. Los premios eran posesiones que no querían o no necesitaban y se iban apilando al lado del muro hasta que dos o más coincidían por alguna y empezaba la competición a su gusto. Yo mismo participé en ellas, y aunque no las gané todas, he de decir que mi casa pronto tuvo un par de muebles más que me ayudarían a guardar mis pertenencias.


Mientras el día pasaba, sin prisas pero alegremente, también se iba comiendo, asando corderos y cabritos, preparando verduras, arroces y comiendo toda clase de panes que traían desde sus casas. Había dulces por los que los niños se peleaban, a cual más sabroso y con más colores. También había bailes, que no dejaron de sorprenderme. En ellos los jóvenes sacaban a los ancianos a bailar. Las chicas y los chicos los levantaban y les hacían dar vueltas y sonreír, pareciendo prometerles un día más largo, más risas y fiestas por venir. Luego los ancianos salían de la mano de sus jóvenes parejas y se la dejaban a otra persona de mediana edad, estos bailaban con los jóvenes hasta que los niños empezaban a colarse, bailando entre sus piernas e iban repartiendo a adultos y a jóvenes con parejas de su edad. Cuando terminaban de emparejarlos, los ancianos volvían a salir a bailar, esta vez con los niños, entre risas y pasos disparatados que eran el espectáculo más desternillante que he visto en mi vida. 

Entre todos estos festejos el día se fue apagando y las hogueras se encendieron poco a poco, iluminando Limes con una luz que parecía sobrenatural, danzando entre las sobras de la gente. Cuando el último rayo de luz del atardecer desapareció en el horizonte y se dejó su último reflejo en los ríos que serpenteaban desde las montañas, mi sorpresa fue mayor. Mis vecinos se fueron apartando entonces a cada lado del sendero, hacia el lado que más se acercaba a su ciudad, y la plaza se fue vaciando sin previo aviso. Era como si no lo notaran por sí mismos, un paso natural de ese baile que habían compartido durante todo el día. Las voces se fueron callando poco a poco y pronto se hizo el silencio. Me temía que la fiesta acababa de llegar a su fin y que los problemas entre dos ciudades tan diferentes acababan de comenzar de nuevo. Pero no era eso, ni mucho menos. La gente quedó rodeando la plaza en la que nadie entraba en ese momento, y del silencio empezó a surgir una pregunta que todos repetían: 

“¿Quiénes son las sombras que nos abandonan?”


En el momento en que la voz general llegó a llenar todo el pueblo se hizo el silencio y unas figuras empezaron a adelantarse en la plaza, desde ambos lados del camino que los separaba ahora y repetían: 

“Yo soy la sombra y abandono el que fue mi hogar, para que la luz entre en él.”



Así repetían una y otra vez decenas de mujeres y hombres, ancianos, niños, de todas las edades, aunque en su mayoría adultos, mientras se paraban un segundo en la plaza y cruzaban al otro lado. De todos los que cruzaban apenas conocía a cinco, y a otros tantos de vista. Una de ellos era una niña que solía sentarse en el muro a hacerme preguntas a menudo. Se quedó en el centro de la plaza mientras los demás se iban moviendo. Ella empezó a caminar hacia mí tras pronunciar su sentencia, y cuando estuvo a mi lado me dio la mano y se quedó junto a mí. Me di cuenta en ese momento de que nos encontrábamos en el mismo camino, no había sido mi intención, pero al estar observando todo lo que sucedía me había quedado en el centro justo Limes, el camino que lo atravesaba serpenteando.  La multitud no dudó en mirarnos durante unos segundos y continuar luego con el ritual. Como respuesta a mi pregunta silenciosa, la niña me hizo señas para que me agachara y me susurró que todos aquellos que cruzaban, decidían por sí mismos, que ya no pertenecían a esa ciudad, que sus convicciones habían cambiado, y que preferían mudarse con sus vecinos, dónde se sentirían mejor. Eso pasaba solamente ese día, y hasta el solsticio de invierno del año siguiente, deberían asumir su decisión, y entonces podrían decidir de nuevo.
 
      ¿Lo mismo sucede para ti?
      Así es, Morador. Pero ya sé tomar mis propias decisiones. Y ya no sentía que Ύβρις fuera mi hogar. Ahora vivo en Limes. Y así tendrás compañía. — zanjó ella.   

La fiesta se reanudó con el fin de los intercambios, y la gente empezó a abandonar poco a poco Limes con el paso de las horas y la llegada de la noche. Se fueron marchando todos como las gotas de la lluvia al caer de los árboles, hasta que sólo quedaban aquellos que habían conocido el amor esa noche, y aguantaban para aprovecharlo todo lo posible, hasta que la luz apareciera de nuevo por el este. 


La noche me sorprendió de la mano de una niña, que había ganado su propia cama compitiendo y que se había traído todas sus pertenencias, o las pocas que poseía. La llevé de la mano hasta la casa que había arreglado y la instalé allí, en una pequeña habitación, mientras ella se caía de sueño. Pero no sin dejar de sonreír. No sabía cuanta alegría me iba a traer la sonrisa de esa niña, ni cuanto saber.

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