La cañería del odio I




El sonido de las pulsaciones golpeando la sangre en sus oídos le hizo estremecerse una vez más. Sentía su corazón atravesándole la piel, rasgándola y filtrándose por los poros hasta que sentía como el sudor se enfriaba y goteaba en el ya de por sí húmedo suelo. Su cuerpo reaccionó antes de que se diera cuenta y se recostó contra la pared, tapándose en movimientos lentos con las dos mantas raídas que la acompañaban en la casi perpetua oscuridad. Consiguió taparse las piernas con una de ellas y utilizó la otra para cubrirse hasta el cuello. Entró en calor al instante, a pesar de los agujeros que plagaban ya las mantas. Pensó, durante un instante, que era posible que hubiera llegado el verano. Un segundo de más que la hizo sacudirse, como si tuviera un escalofrío. El verano ya no existía. Su mundo tenía muchas facetas, pero en ninguna había nada llamado verano.

En cambio, lo que sí había en su mundo eran rejas de acero, los ratones escondidos, las dos comidas diarias sin nada de sal, la botella de refresco con dos litros de agua que aún utilizaba, las dos mantas con agujeros, los ojos fríos, la puerta, y la cañería. Y en su mundo el único sentimiento posible era el odio, odiaba todo eso, desde los diminutos ratones hasta la cañería que le hacía sudar, respirar más fuerte y estremecerse con la piel de gallina. El odio la acompañaba, y el odio no la traicionaba.

Al principio existían otros sentimientos, pero habían ido desapareciendo. El miedo, la angustia que le hacía llorar durante las horas de soledad, el dolor por los recuerdos… Todo había desaparecido, nublándose en cada rincón de su alma con una nube de oscuridad que se iba acercando a cada rincón de esperanza, comiéndoselo lentamente mientras los meses pasaban. Ahora volvía a escuchar el sonido de la cañería, del “agua” cayendo, y todo se volvía parte de esa niebla.

La primera puerta hizo ese ruido chirriante que odiaba, arrastraba la esquina por el suelo, o eso quería creer, sacándola totalmente de quicio. Era el segundo paso, después de la cañería llegaba la primera puerta. Luego venían cuatro pasos, y empezaban a sonar las cerraduras de la segunda puerta. “Clanc” “Crac” “Tuc” y la segunda puerta se abría. Entraba ese soplo de aire fresco envenenado, que hasta hacía pocos meses no hacía sino recordarle sucesos de una vida que no existía, que no volvería a existir. Ahora cuando entraba no traía nada, ni frescura, ni nada por el estilo porque los recuerdos estaban desapareciendo. Se había rendido. No a él, sino a sí misma, a la única parte que podría mantenerla viva por dentro, aunque fuera en la más plena oscuridad. No había vuelta atrás, una vez empezabas a alimentarte de esa parte de tu ser, cualquier cosa la despertaba, la alimentaba y la hacía más fuerte. Mientras tanto, aquella que había sido, desaparecía.

Lo siguiente eran los pasos: vagos, lentos, con peso pero sin una fuerza que los llevara, la clase de pasos que da la gente que ha perdido la autoestima hasta el punto de ralentizar el mundo que les rodea. Con esos pasos los ratones que hurgaban por el sótano decidían esconderse. Eran tres los que había ahora. Uno iba siempre tras las cajas de revistas. Otro se escondía debajo de una nevera de las que te llegan por la cintura, de esas que suelen haber en los bares para guardar los refrescos. Y el tercero siempre cambiaba de lugar, a veces lo intentaba con sus compañeros, y otras simplemente se quedaba quieto en una esquina, paralizado de muerte, respirando y esperando que pasara el tiempo. Hoy le tocó la esquina.

Luego aparecía él, con sus pasos lentos, bajando los escalones y se colocaba delante de ella, en su pequeña jaula de acerco con un retrete para ella solita. Él venía, se sentaba y le pasaba por un pequeño hueco la comida, sin cubiertos, claro está. Y desde el suelo esperaba mirándola. Su pelo castaño y desordenado la frustraba, le hacía odiarlo. Su calva incipiente también. Sus ojos azules, fríos, tras los cristales de esas gafas grandes sacadas de los años ochenta. Sus labios finos y sin vida. Y esa cara pasiva, que observaba y la miraba, y la miraba y seguía mirándola.

La chica que había llegado allí hacía seis años había tenido muchísimo miedo de este hombre. Él la había secuestrado, la había drogado, quitado la ropa y metido en una jaula. Ella gritó durante días, pero nadie respondió. Sólo él venía y se acercaba a la jaula, sin decir nada. Ella intentaba hablarle, hacerle ver que no podía dejarla ahí, que tenía que dejarla salir, que ella no diría nada. Él sólo la miraba con sus ojos muertos como el hielo. No sabía nada de él, ni su nombre, ni que hacía, ni absolutamente nada más que sus sonidos, los ruidos y las costumbres que ya odiaba.  El miedo a que quisiera violarla había desaparecido con los años, como todo lo demás.

Ella ya no era la chica de primero de carrera que se esforzaba por estudiar y ser amable con todo el mundo. Tampoco era la que se resistía a perder la esperanza en su jaula, ni la que esperaba salir de allí. Ahora ella era parte de ese pequeño rincón, ella era odio, y odio era ella. No recordaba su nombre ni quería recordarlo. Ella sólo se sentaba allí, como si fuera su trabajo y le devolvía la mirada a ese hijo de la gran puta. Lo miraba y lo odiaba con todas sus fuerzas esperando que ardiera, que se le estallaran las tripas y empezara a sangrar por todas partes, que moviera la mano un centímetro para querer tocarla y que ella pudiera sacarle los ojos y partirle los dientes uno a uno con un ladrillo mientras se los hacía tragar…

Él esperaba a que ella comiera. A que su apetito superara su odio. Últimamente eso llegaba a pasar muchas horas después de que él llegara con la comida y que empezara a observarla. Él no daba muestras de cansancio. Ella comía para poder odiar al día siguiente. Pero le hacía esperar todo lo posible. Sabía que cuando empezara a comer las mantas resbalarían y enseñaría parte de su cuerpo totalmente desnudo. No le importaba. Fue de las primeras cosas a las que consiguió acostumbrarse. Después de que él no intentara violarla durante meses, empezó a comer tranquila. Pero si podía se tapaba. Incluso ahora, cuando todo lo demás había dejado de existir, ella intentaba taparse. Por la “cañería”.

Las horas pasaron, ella se resistió todo lo que pudo, mirándole, a veces lagrimeando de mantener abiertos los ojos mucho tiempo sin llegar a parpadear. Luego alargaba la mano, la manta se caía un poco pero la sujetaba bajo las axilas, y empezaba a comer, siempre volviendo a mirarle. En su mente lo mataba de mil formas diferentes, cada cual más asquerosa que la anterior, pero eso no le quitaba el hambre. La comida era odio, y el odio era ella, lo necesitaba. Cuando la comida se acabó, él cogió el plato metálico rápidamente, se levantó sin mediar palabra y subió las escaleras. Como siempre. Ella era su mascota.

Los ruidos comenzaron de nuevo. Los ratones se movieron de sus escondites y fueron a por las sobras, la segunda puerta se abrió, las cerraduras hicieron sus “Clanc” “Crac” “Tuc”, los cuatro pasos, la otra puerta y su ruido infernal, la última cerradura y el girar de la llave. Pasos en el piso de arriba, dejaba el plato en la mesa y caminaba hacia el baño. Entraba. Minutos. A veces una respiración más alta de lo normal. Y luego, finalmente, tiraba de la cisterna y sonaba “la cañería del odio”. Ese sonido la hacía temblar. No de miedo, sino de puras ganas de matar. Su instinto animal se volvía una bestia con ese sonido y todo lo que había sido una vez humano en ella se acoplaba a la bestia para darle más fuerza. La cañería la había despertado al odio, y la hacía revivirlo todos los días de su vida.

Quizás la cañería no la odiaba a ella. Ese día sonó más fuerte de lo debido, y en su trayecto hizo temblar un poco el suelo de la casa. El temblor justo para que ese clavo que tanto había mirado, por encima de su jaula, en lo alto de la pared donde la cañería bajaba, cediera y cayera a sus pies como tantas veces había soñado antes, cuando era otra.

Ella lo miró durante horas, imaginando las cosas que podría hacer con ese pequeño trozo de metal. Mantuvo esa mirada perdida puesta en ese único lugar discordante de su realidad. Finalmente alargó la mano y lo cogió. Le iba a hacer pagar una a una todas sus malditas pajas y las veces que había tirado de la cisterna. Ese clavo era odio, y el odio era ella.

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