La melodía del ser.

Timothy Oldman nació en una de las calles más antiguas de Chicago, una de esas que olían a aceite de motor y en las que el camión de la basura podía dejar un aroma que duraba horas cuando la atravesaba de madrugada. Era un barrio de obreros y sus padres lo educaron como tal. Como un trabajador que hiciera lo que hiciera debería usar sus manos para ganarse la vida y seguir adelante para vivir tan dignamente como las circunstancias se lo permitieran.
Sin embargo, y a pesar de toda la educación que Timothy tuvo durante su infancia, cuando apenas entraba en la adolescencia su familia tuvo uno de esos golpes de suerte que hace que las cosas giren 180º. Su madre consiguió un nuevo trabajo con el que los ahorros de la familia subieron como la espuma. Y con este golpe de suerte empezaron a surgir las aficiones de un chico que nunca se había podido permitir esos lujos.
Había pasado su infancia pegado a una pequeña radio, de esas que apenas captan las emisoras en dos frecuencias, plateada y desgastada por el tiempo. Al salir de la escuela se pasaba las horas trabajando pegado a ella, cargado de pilas que iba racaneando a su familia para poder escuchar la música de fondo. Fue esa una de las razones por las que sus amigos empezaron a llamarle el “Viejo” Tim. Su apellido no ayudaba a quitarse el apodo, ni tampoco esa forma de comportarse como adultos que tienen los niños que han trabajado desde que aprenden a andar.
Así que cuando la suerte estuvo frente a frente con el Viejo Tim, sólo tenía una cosa en la que pensar: la música. Él quería tocar, quería sacar esas notas que le hacían vivir y soñar cuando llegaban a sus oídos desde su vieja radio. Todo lo que quería era eso, y toda su familia pudo verlo en sus ojos cuando se lo explicó. Aquellos ojos que rara vez se maravillaban por algo, que mantenían una neutralidad absoluta, que reflejaban al “Viejo” Tim tal y como todos lo veían, se iluminaban ahora como los de un niño con sus regalos de navidad, esperando una respuesta.
Desde el primer momento en que vio una guitarra supo que ese era el instrumento en el que quería poner sus manos. Quería sentir sus dedos moviéndose entre las cuerdas como si fuera una araña tejiendo incansablemente su telaraña. Y ansiaba cantar. Deseaba escuchar su voz, sacar a la luz todos esos sentimientos que había intentado esconder durante toda su infancia.
Así que el Viejo Tim, pese a los desalentadores comentarios de aquellos que decían que ya era muy mayor para dedicarse a ello, aprendió a tocar y a cantar. Muy pronto los comentarios se silenciaron por completo. No parecía haber en todo Chicago un chico que sacara esas notas a una guitarra ni que hiciera llorar a la gente simplemente por el hecho de escuchar su voz. La música se convirtió en Tim y Tim se convirtió en la música. Cuando le preguntaban a él contestaba que no era que la música le gustase, sino que simplemente la música estaba en todo su ser.
Los años pasaron para él en medio de sus propias notas. Nadie sabía por qué rechazaba todos los contratos con discográficas. Daba conciertos en pequeños locales y no rechazaba las ofertas para hacerse sonar por las emisoras de radio, pero no dejaba que nadie lo grabara. Con el tiempo se empezó a olvidar de su familia, de sus amigos, de la chica que había llegado a amar y de todo lo que le rodeaba. Sólo quedaba el Viejo Tim, su guitarra y su voz.
Todo lo que quedaba de él cuando se sentó meses más tarde delante del Chicago History Museum era la carcasa de lo que una vez había sido. La piel se le pegaba a los huesos y su propio rostro aparecía estirado, vacío como si se hubiera abandonado completamente. Aquellos que se sentaron a escucharle cantar decían que lo único vivo que quedaba del Viejo Tim eran sus dedos, su voz y esa mirada suya que brillaba cada vez que se balanceaba con el ritmo de sus propias canciones. Los que lo oyeron cantar allí sentado, pegado a su guitarra dicen que su voz sonaba como el viento helado que se acercaba por el Lago Michigan en las noches de invierno, que sonaba como la nieve al caer y como el mismo sol al derretirla. Allí se sentó el Viejo Tim y cantó durante días y noches. La policía intentó ir a levantarlo, pero al llegar y escucharle se quedaban pasmados, encandilados por la luz de su música y no podían hacer nada. La gente lo grababa con sus cámaras mientras cantaba y sus escuálidos dedos movían las cuerdas que parecían darle vida.
Los días empezaron a pasar mientras Timothy Oldman seguía derrotando a todos sus demonios a base de notas. La noticia corrió por todo Chicago y las emisoras de radio hicieron programas especiales en las que sólo se escuchaba la eterna huelga de hambre del Viejo Tim, mientras su voz se propagaba más allá de la ciudad y empezaba a viajar por todo el país. Aquellos que lo habían querido no pudieron soportar más las noticias y se presentaron en el lugar. Allí lloraron no sólo por ver a su propio hijo o amigo como un esqueleto viviente, sino porque la música que sacaba de su guitarra, la música de un moribundo, les llenaba completamente, les hacía sentirse vivos.
Tim estaba repartiendo su vida a todo el mundo. Cantaba sobre amores por venir, por los perdidos y por los nunca encontrados. Cantaba a los niños recién nacidos, a los lobos corriendo por las praderas y al vuelo de las águilas pescadoras mientras los osos invernaban. Todos decían que el Viejo Tim en esos últimos días había cantado algo únicamente para ellos, algo con un secreto que nadie más conocía.
En algún momento de su larga travesía perdió la voz. No sirvieron de nada las súplicas de sus amigos, ni las lágrimas de su madre suplicándole que bebiera agua mientras él seguía tocando. El amor de su juventud se sujetaba el estómago entre lágrimas mientras el sonido de la guitarra seguía cruzando la ciudad. La multitud de agolpaba ahora todos los días y miraba con pena y esperanza al cantante mudo, a sus padres suplicantes y a la guitarra que no dejaba de sonar.
Nadie se atrevía a tocarlo. Timothy Oldman apenas movía ya los dedos. La muerte y la inanición se habían cerrado en torno a él. Una última canción de notas tocadas tan lentamente como el vaivén de una pluma al caer desde lo alto se dejaba escuchar. Su madre sollozaba al ver a su hijo moribundo, y ya sabiendo que no podía hacer nada por él lo dejaba tocar, mientras los ojos del joven miraban hacia lo alto, quizás imaginando sus propias notas viajar con el viento. Y cuanto más lentamente se movían los dedos más sollozos se empezaban a escuchar entre la multitud, que sorbía por la nariz y respetaba inocentemente los deseos de aquel joven muchacho.
Con una última nota ardió su alma y se convirtió en una melodía. Una canción hecha de su propia esencia. Así voló el espíritu del Viejo Tim. Se volvió parte de la música, porque desde el momento en que puso los dedos en aquella guitarra supo que él no había sido nada hasta entonces. Él era lo que hacía, lo que cantaba y lo que tocaba, y así se dejó ir para todos. Se despidió dejándose ver al desnudo delante de todos. Y se fue con una sonrisa en su rostro vacío, en sus ojos llenos.

Aún hoy cuando sopla el viento helado por el Lago Michigan y se acercan las nevadas del invierno, se escuchan los sollozos de la gente, recordando la voz y las notas del Viejo Tim.


Comentarios

Entradas populares de este blog

Cerró la boca.

Veo

Autorelato