La piel, el mago y la piedra.
El
sonido de su propio corazón parecía atravesarle los oídos como si los mil
tambores del Día del Despertar estuvieran sacudiéndole la cabeza. A veces le
impresionaba tanto la fuerza con la que palpitaba su pecho que llegaba a
preocuparse por si le pudiera dar un ataque al corazón. Pero no era una
enfermedad lo que lo hacía temblar así. La causa de su dolencia se encontraba a
menos de diez centímetros de su piel. Se recostó sobre las sábanas de seda de
color granate, que parecían deslizarse bajo su cuerpo desnudo y se reclinó para
contemplarla.
Casi
podía sentir de nuevo el tacto de su
piel en la yema de los dedos, tersa, más suave incluso que la seda que tenían
bajo sus cuerpos, y cálida… No cálida como una brisa de verano, ni como el
fuego de una chimenea en el invierno, no. Era cálida como uno de esos abrazos
que se dan cuando dos personas conocen todos los rincones oscuros del alma del
otro, uno de esos abrazos que da igual dónde estés, te hacen sentir en casa, en
el hogar, y que por mucho que se alarguen no te hacen sentir incómodo porque es
el lugar idóneo para estar entre dos almas que se conocen. Así de cálida era su
piel. Y ahora la veía exultante, con unas gotitas de sudor aquí y allá, con ese
tono de piel morena que sólo se adquiere dejando que el sol dore levemente tu
cuerpo, pero sin que llegue a resultar antinatural.
Sus
piernas desnudas se alargaban sobre la cama, y una de ellas se escondía bajo
las sábanas como si buscara allí un resto de calor. Siempre lo hacía. No creía
que se hubiera dado cuenta, pero cuando terminaban de hacer el amor y ella se
recostaba, su pierna se movía casi inconscientemente buscando las sábanas y
tapándose hasta casi llegar a la rodilla. Quería besarla en las rodillas,
quería tocarla de nuevo, pero verla yacer allí le llenaba todos los sentidos.
No era que ella fuera una belleza fuera de lo normal, no se le ocurriría decir
eso. Incluso su hermana era más guapa, y ella lo sabía. Pero ella sabía
disfrutar, sabía vivir, exprimir cada segundo y llevarlo a su apogeo antes de
hacerlo explotar en un millar de luces ardientes. Como ese mismo instante.
Estaba
acostaba boca arriba, con los brazos abiertos a los costados, el sudor
perlándole la piel, el pecho desnudo levantándose con cada respiración y la
cabeza echada hacia atrás, sin almohada, respirando con los ojos cerrados, las
pestañas delineando la belleza de su rostro, y sus labios, perfectos,
haciéndola resplandecer. Reflejaba ese tipo de placer que sólo aparece en los
cuentos cuando alguien se sienta en un prado a corretear y a respirar el aire
fresco. Ella lo sentía allí. Lo sentía de verdad, y él no podía hacer otra cosa
que no fuera contemplarla mientras su corazón latía y latía cada vez más fuerte
acelerando todo su cuerpo. Se moría por hacerle de nuevo el amor, por enterrar
la cabeza entre la suavidad de sus piernas y hacer que ella gimiera mientras se
agarraba a los bastidores de la cama y le apretara con sus muslos hasta casi
dejarlo sordo. Pero no podía. Porque lo único que deseaba era verla así, verla
en esa pintura extraña que intentaba guardar en su mente las noches que
compartían el placer de su mutua compañía. Y mientras su corazón latía más y
más deprisa al contemplarla, su cabello castaño parecía deslizarse entre las sábanas
como si de una tormenta de arena se tratara, como si el mar hubiera inundado
toda la tierra y la recorriera lentamente. El brillo de sus labios parecía
atraer toda la luz de la habitación y centrarla sobre ella. A veces en sus
caderas sobresalían las formas de sus huesos bajo la piel, cosa que ella odiaba
profundamente, pero el mundo rara vez nos da lo que deseamos, y él la besaba en
esos lugares sólo para hacerla rabiar. Nunca le habían gustado las mujeres
demasiado delgadas, (ni a ella tampoco) pero con ella no podía resistirse, su
cuerpo parecía atraerle irremediablemente hasta ella, hacia toda la esencia de
su ser.
Su
corazón no dejaba de latir. Si continuaba observándola iba a saltar sobre ella
y rompería esa imagen perfecta que se encontraba delante de él. Se dio la
vuelta y empezó a rebuscar entre sus cosas. Echó unos papeles a un lado, tiró
otros con aspecto de llevar enterrados en moho una semana al suelo y terminó
delante de una de las cómodas de su habitación rebuscando entre los cajones.
No
le importaba hacer ruido porque él siempre lo hacía allí, y sobre todo, porque
sabía que ella estaba completamente despierta y no diría nada. Con la imagen de
su cuerpo clavada en su mente dejó que sus manos lo guiaran entre los objetos
de su estudio. Apartó delante de si los cadáveres disecados de dos salamandras
voladoras traídas de la otra esquina del mundo. Encontró dos pequeñas piedras y
se las pasó de una mano a otra mientras miraba hacia el infinito, perdido en
sus pensamientos. Susurró una palabra y una chispa salto de una piedra a la
otra. Las dejó encima de la cómoda y cruzó la habitacióna zancadas completamente
desnudo. Abrió un baúl con pirograbados en forma de guerreros dela Era del
Primero. Lo había comprado en un mercadillo y no tenía ninguna propiedad
mágica, pero le encantaban los grabados y era perfecto para guardar cierto tipo
de objetos: los inútiles.
Allí
vio la tibia de un rey muerto, la daga ceremonial del sacerdote Krul el
Magnífico (resultó ser mucho menos magnífico cuando hacía cinco años le había
volatilizado la cabeza con un hechizo de tres al cuarto por insultarle
repetidas veces y escupirle directo a la cara en mitad de un baile), dos o tres
calaveras (no la de Krull el magnífico por desgracia) y finalmente una piedra
del color gris de las nubes de tormenta. Sostuvo la piedra entre sus manos y
empezó a susurrar palabras que iban tejiendo un hechizo a su alrededor. Sólo él
podía ver cómo una especie de cinta de regalo hecha de runas iba envolviendo
aquel objeto, apretándolo hasta quedarse marcadas en su superficie y
desaparecer de la realidad mágica. La tomó entre las manos y se acercó al
ventanal que cubría el balcón de su habitación, lo abrió y una leve corriente
de aire nocturno se coló en el interior. Salió.
Había
un mago completamente desnudo, con sus brazos torneados sosteniendo una extraña
piedra gris en un balcón de lo que sería la ciudad con más ambiente nocturno de
los once reinos de Gromanis. Y allí se le vio a él levantando uno de sus brazos
y haciendo que las pocas nubes veraniegas que surcaban el cielo nocturno
desaparecieran en medio de un chaparrón espontáneo.
La
luz de la luna le iluminó el rostro y él sostuvo la piedra durante unos
segundos en alto. Luego fue bajándola lentamente y la dejó en el suelo, donde
la luz la rodeaba perfectamente y dio un par de pasos hacia atrás. Unas manos
le rodearon la cintura sorprendiéndolo en su ensimismamiento. Sintió el tacto
inconfundible de sus pechos rozando su espalda.
—Siempre
me haces venir a buscarte —Le susurró ella.
—¿Siempre?
¿Olvidas quizás que esta tarde me recorrí media ciudad averiguando en que local
de mala muerte podrías estar haciendo de las tuyas?— respondió con una sonrisa.
—No
me refiero a eso, idiota. —Pareció meditar un segundo antes de responder— No te
pareces a los demás hombres con los que me he acostado. Lo normal es que al acabar
terminen agotados, durmiendo a mi lado o que si tienen la suficiente energía
intenten abordarme de nuevo.
—Sabes
que dormir no es lo mío… E intentaría abordarte si no fuera porque verte
respirar en la cama, tumbarte y dejar que el mundo que te rodea desaparezca, no
fuera lo más hermoso del mundo. —Alargó los brazos hacia atrás deslizándolos
por los costados de sus piernas, sin embargo, no dejaba de mirar la piedra gris
que permanecía en el suelo.
—No
sólo es eso. Parece que te activas, que tu corazón late tan fuerte que no deja
de bombear oxígeno a tu cerebro y no puedes evitar hacer algo con toda esa
energía. El martes por la tarde, después de hacerlo te pusiste a hablar sobre
la naturaleza de los hechizos de hielo y de cómo los cometas que cruzan el
espacio podrían aumentar su poder. ¡Y lo peor es que en los siguientes cinco
minutos desarrollaste una fórmula para hacerlo!
—Así
que… en definitiva me estás diciendo que me vuelvo un genio después de
acostarme contigo ¿no?—respondió con una media sonrisa en la cara.
—No
precisamente, señor sabelotodo. Lo que trataba de decir era que no he visto ni
un penique de la parte que me corresponde de las ganancias por mi aportación a
tu capacidad intelectual.
—¿Aportaciones
a qué? ¿Ganancias? No me suena esa palabra, debo estar volviéndome idiota de
nuevo…
—¡Idioteces
te voy a dar yo a ti!
Deslizó
las manos por delante de su cuerpo y le agarró en la entrepierna si delicadeza
ninguna, lo que hizo que se encogiera y soltara una maldición entre carcajadas.
Se dio la vuelta para vengarse pero ella ya estaba corriendo por la mitad de la
habitación y dando un salto directa a la cama. Él fue tras ella a pesar de que
le amenazaba desde una posición superior y con una mortífera almohada que
podría hacerlo caer rendido.
Mientras
tanto en el balcón, una piedra gris, gris del color de las nubes de tormenta,
de lo más normal del mundo, comenzaba a resplandecer. Era un resplandor
extraño, como una luz que no terminara de diferenciar lo que era luz de lo que
era oscuridad. Si alguien hubiera alzado la vista hacia ese balcón y hubiera
observado la piedra habría tenido un solo pensamiento: el gris no debería
brillar.
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