La cañería del odio II
Se dice que el odio es un sentimiento explosivo, como
la ira. De esos que atacan y te dan una cantidad de energía durante un cierto
período de tiempo para luego arrebatártela y dejarte exhausta. Mirándolo de esa
forma el odio podría ser muy parecido al café o las bebidas energéticas. La
mayoría de la gente no soporta ese “subidón” que da el odio, ya que durante
todo el tiempo que lo usas te hace sentir mal con el mundo y contigo misma.
Sin embargo, ella no creía que el odio fuera un
sentimiento tan volátil. Aquellos que lo compararan con el café apenas tenían
una pequeña noción de lo que era el odio. Lo veían llegar y temiéndolo, lo
dejaban irse con la misma rapidez. No habían sentido en ese tiempo lo
suficiente para mantenerlo dentro de ti, para purificarlo, por así decirlo. El
odio, tal y como ella lo veía, era como si el ser humano pudiera nutrirse de
energía nuclear. Es dañino y lo sabes desde el principio, pero si consigues
ponerte el traje a tiempo y poner la maquinaria a punto ese odio es una fuente
estupenda de energía. Está siempre produciendo, como una central nuclear, y
aunque no es aconsejable andar a su alrededor, la verdad es que la energía que
produce se almacena poco a poco hasta que puedes utilizarla para cosas por las
que antes necesitabas pagar mucho más, y durante menos tiempo. Así era el odio,
se quedaba dentro de ella, y la hacía pensar y pensar, revivir, y seguir
produciendo, no esperaba un ataque rápido, sino la mejor forma de hacer algo
para emplear esa energía, y podría seguir haciéndolo sin agotarlo, porque
siempre hallaba una formar de seguir generando “energía”. Si aprendías a vivir
con él, nunca te faltaría esa fuerza para realizar lo inimaginable, aunque
tuviera que pagarlo con toda su inocencia.
Así que ella había pasado los primeros días con un
trozo de metal hilado como una aguja demasiado grande en la manta,
manteniéndose oculto a unos ojos demasiado atentos. Ella lo sentía contra su
piel desnuda y pensaba. Buscaba formas de salir de allí, de vengarse, de
destrozar todo aquello que odiaba en su pequeño mundo. Quería hacerlo desaparecer
con sus propias manos.
Lo primero que necesitaba era abrir la puerta, o sacar
la verja de la pared raspando en los lugares donde el metal se internaba en el
muro. Hacía tiempo había intentado eso mismo con sus propias uñas, pero el cemento
había hecho que le sangraran los dedos y que perdiera dos uñas de los dedos,
levantadas y sangrantes que le habían hecho llorar durante días, sin poder
dormir debido al dolor. Pero eso había pasado cuando era otra persona, cuando
no tenía paciencia ni tenía el odio para hacerla pensar.
Raspar la pared llevaría demasiado tiempo. Tendría que
hacerlo por tres lugares a la vez, y para cuando consiguiera avanzar por uno
sería descubierta. Si no era por el polvo de cemento acumulado, que podría
ocultarlo bajo la manta, sería porque aunque pudiera taparlo todo a la altura
del suelo, no podría tapar el que estaba por encima de su cabeza sin causar
sospechas. Y si aun así lo consiguiera, tendría que hacer un escándalo dándole
patadas a la verja para sacarla de su sitio. Él lo sabría, o lo vería desde lo
alto de la escalera y bajaría más tarde, preparado. Esa forma estaba descartada.
Quedaban otras dos.
Una de ellas sería hacer abrir la jaula al de la
mirada penetrante. Lo poco que sabía de él es que nunca la había dejado salir
de la jaula. Que la miraba y que quería verla desnuda para luego masturbarse
cada vez que bajaba o que volvía a subir. Si quería que le abriera la puerta
ella tendría que ofrecérsele en bandeja, como poco. Si fuera solamente por el
asco que le daba estar cerca de aquel ser, lo habría dejado pasar. Sólo
necesitaba ponerle las manos encima y luego destrozarle la cabeza. No. El
problema es que era improbable que abriera la puerta. Si quisiera propasarse o
que ella quisiera estar con él lo habría intentado hacía mucho tiempo, cuando
se encontraba más débil, cuando suplicaba desde que lo veía entrar en el
sótano, cuando habría hecho cualquier cosa por salir. No. Ella era su mascota,
y él sólo quería mirarla en su jaula, alimentarse, sufrir, hacer sus
necesidades y mirarla.
Así que sólo quedaba una opción: La cerradura. Para su
suerte, la cerradura era una de las que se abrían con esas llaves antiguas que
utilizaban sus abuelos. No sabía el porqué de esa elección, pero para ella sólo
significaba una cosa. Podría abrirla.
Al principio lo intento zarandeando el clavo dentro de
la cerradura, con sus delgados dedos apenas saliendo por los estrechos agujeros
que tenía la verja. Lo intentó varias veces, y estuvo noches sin dormir
pensando la forma de hacerlo, la forma de abrir la cerradura, la forma de salir
de allí. Desde que había abierto esa puerta en su cabeza, le costaba cerrar los
ojos y dormir. El odio la ayudaba a seguir despierta.
Decidió que tenía que doblarlo. Los agujeros de la verja
no servirían, se pasaban del largo que quería, y no serviría de nada perder esa
oportunidad en un vano intento. Lo único que tenía cerca, a parte del retrete y
la botella de agua, era su propio cuerpo y las mantas. El turno era de sus dientes, así que se metió
el clavo en la boca y lo encajó entre sus muelas a la altura que quería doblar.
Esperaba que no fuera de los que se rompen, así que puso toda su concentración
en ello. Quería hacerlo al milímetro. Empezó a hacer fuerza con el brazo,
bajando poco a poco y el metal no parecía querer ceder. Forzó un poco más la
maquinaria y sintió el metal caminando, deslizándose entre sus dientes. Los apretó
para que no se saliera e hizo un esfuerzo con el brazo. El metal comenzó a
ceder y los dientes empezaron a dolerle. Sabía que se estaba rompiendo, que la
muela se estaba resquebrajando, pero tenía que seguir ahora que el metal estaba
cediendo. Con un último tiró el metal pareció doblarse por donde quería, a la
par que una especie de corriente eléctrica cargada de dolor se deslizaba hasta
su cerebro para hacerla llorar y gemir en voz baja. El odio hizo que se
controlara, que no gritara cuando el trozo de diente calló en su lengua y la
sangre le llenó la boca con su sabor metálico.
Algo en su interior susurró: lo tienes. Y ella
enarboló en ese momento lo más parecido a una sonrisa que había tenido en años.
Era una sonrisa cargada de dolor, de odio, de ansias de venganza, que surcaba
la oscuridad infestándola con un aura aún más tenebrosa.
Varios días de temblores y fiebre después, consiguió
que la cerradura hiciera “click”. No
hubo alegría en ese momento. Sólo expectación. Sus dedos la mecieron suavemente
hacia delante, balanceándola, y poniendo atención a los ruidos, tras unos
minutos salió de la jaula. Aquellos pequeños y silenciosos pasos sólo tenían un
fin: La tubería que sobresalía de la caja. Volvió con ella. Cerró la puerta,
dejando que no se balanceara y se mantuviera firme y “cerró” tras ella.
Esa noche durmió más de lo habitual. No hubo sueños ni
pesadillas. Sólo ese descanso que se tiene antes de una batalla. Un sueño
ligero pero que sirve para descansar el cuerpo y preparar la mente. Despertó y
esperó mientras la luz del día se iba deslizando poco a poco por el suelo,
difuminada por esos cristales dobles y gruesos que apenas la dejaban pasar. Se
tapó con la manta y aferró sus objetos, cuidadosamente colocados bajo ella. La
hora estaba a punto de llegar.
Así fue. Los sonidos que tanto conocían empezaron a sonar
desde el piso superior y su corazón empezó a palpitar un poco más deprisa. La
cañería, los pasos, la puerta, las cerraduras,... Se abrió la puerta y entró
ese soplo de aire que hasta hace poco le traía recuerdos. Ahora hizo que su
mente se enfriara. Una capa de indiferencia, surgida de lo más hondo de sí
misma, la envolvió, la llenó por completo, y esperó con ella a que los pasos lentos
se acercaran.
Él se sentó como siempre. Cruzó las piernas y la miró
durante un largo rato con el plato lleno de comida delante de ella. Los ojos
azules la miraron desde el su altura y el plato pasó bajo la apertura que se
encontraba en la parte baja de la puerta. La rozó, la rozó una milésima de
segundo y la puerta empezó a ceder. Ella mantuvo la calma, pero una calma
tensa, preparada a saltar como un halcón sobre su presa. La puerta se contuvo y
no se deslizó más. Se quedó quieta. Ella mantenía la mirada fija en él,
esperando que notara algo, que sus ojos de hielo se movieran, que buscaran con
sus gafas ochenteras algún fallo en su preciosa jaula. Pero nada ocurrió. Ella
respiró. Había contenido la respiración durante todo ese tiempo y no se había
dado cuenta. Pero ahora todo seguía adelante.
En su fuero interno ella peleaba con su instinto, que
le hacía querer actuar de inmediato. Pero una parte más profunda de sí misma,
más lista, más llena de odio, le decía que esperar, que lo mirara, que buscara
en esos ojos la fuerza, en su rostro… que lo grabara en su mente para
disfrutarlo luego. Así que lo miró durante un buen rato, resistiéndose a comer,
manteniéndole la mirada y quedándose con los detalles del rostro que le había
hecho perder el sueño, y el alma. Cuando lo consiguió, cuando en su mente quedó
realizado un retrato suyo con los más mínimos detalles, con todo lo que le
hacía odiarlo, decidió que el momento había llegado.
Alargó la mano hacia el plato, un movimiento lento y
sutil, que dejaba que la manta se deslizara, esta vez más que otro día, desde
sus axilas hasta su cintura. Su pecho fue apareciendo poco a poco mientras los
ojos de su observador dejaban de mirarla directamente a sus ojos y se dirigían
hacia él, en el que empezaba a aparecer la areola ligeramente más oscura de su
pezón. Él no captó el cambio de movimiento hasta que fue demasiado tarde. La
mano se había detenido en el aire frente al plato, con el puño cerrado. En su
lugar apareció su pierna desnuda que golpeó la puerta con toda la fuerza que le
fue posible, haciendo que esta girara y callera sobre él y tirándolo hacia
detrás.
Ahora si estaba funcionando la ira y el odio
espontáneo. Él intentaba levantarse de espaldas y sacudirse cuando el cuerpo
desnudo de ella caía sobre él y lo aprisionaba contra el suelo. Él intentó
levantarla pero algo metálico le golpeó en la cabeza haciéndole ver un
resplandor blanco que no le dejaba focalizar la vista, destrozando sus gafas y
haciéndolas rodas por el sótano. Volvió a golpearle con la tubería un par de
veces más en la cabeza hasta que él estuvo demasiado atontado para defenderse.
No le había roto el cráneo, pero la sangre brotaba de su cabeza por distintos
lugares manchando el suelo y su cuerpo desnudo. No sabía cómo se había podido mover tan
rápido. Desde que decidió darle la patada a la puerta, ese manto de odio que
cubría su mente se había apoderado de ella y allí estaba, aporreándolo con una
cañería en el suelo.
No le dijo nada, no habló con él, ni le susurró frases
de venganza. No. Ella le miró a sus ojos entrecerrados, que intentaban fijarse
en algo y le enseñó el pedazo de metal cilíndrico de su mano. Sonrió.
“Por los
pasos lentos.” Pensó para sí misma,
mientras utilizaba la cañería eficazmente, contra sus piernas, dándole
justamente en las rodillas. Los gritos de él, a pesar de estar cerca de perder
la consciencia, se dejaron oír por el sótano. Ella golpeó una y otra vez,
sudando cada gota de odio hasta que sus rodillas eran una masa machacada de
hueso y carne que giraban hacia atrás más que hacia delante.
“Por las
cerraduras.” Repitió el mismo proceso
con los dedos de sus manos. Utilizó la cañería mientras los gemidos y los
llantos de su anfitrión quedaban ahogados en el vació de su mente, en la calma
oscura que la llenaba ahora. Se sentía extrañamente feliz, una felicidad negra,
pero una felicidad que la llenaba, desde el más profundo odio. Varios dedos se
perdieron en el proceso, rodando por el sótano, donde yacían tres pequeños
ratones muertos recientemente.
“Por las
horas mirándome.” Buscó por el suelo.
Se le había caído de la mano al salir de su pequeño hogar. Pero no tardó en
descubrirlo, mientras la respiración agitada del que intentaba moverse por el
suelo con todos sus miembros partidos intentaba alejarse de ella. El trozo
blanco de muela relucía impecable en sus dedos llenos de sangre, entre los que
aún crecía una uña que había perdido hacía casi un año. Se volvió a sentar
encima de él, mientras agitaba, o lo intentaba, sus brazos, partidos por
diferentes lugares, con dedos de menos y sangrando. Ella se acercó a su rostro.
Había afilando contra el suelo aquél pedazo de su propio diente, lo había hecho
en sus horas de fiebre, aún dominada por su pasión, pensando en este momento.
Su diente tenía ahora el filo suficiente para cortar. Forzó sus párpados con la
mano izquierda, sosteniéndolos, mientras él empezaba a gemir y a gritar con
todas las fuerzas que podía. Le abrió el ojo y le miró directamente, quizás
durante unos segundos, quizás durante horas. Pero esperó a que dejara de gemir.
Entonces, cuando el ojo ya lagrimeaba, acercó la otra mano y él empezó a sacudirse
hasta que se mordió su propia lengua y la sangre brotó de sus labios. Ella no
dudó. Acercó el pequeño trozo de muela, convertido en una afilada cuchilla y
empezó a deslizarlo por la superficie de su ojo, cortando por la mitad ese iris
azul lleno de hielo que la mirada todos los días desde hacía años. El fluido
gelatinoso con el iris en él, se deslizo por su mejilla poco a poco, mientras
los gemidos se hacían cada vez más bajos. El ojo se vació completamente entre
sus dedos y ella se levantó para contemplar su obra. Quedaba el último paso.
“Por las
cañerías.” No se entretuvo. Le quitó
los pantalones y los calzoncillos y los tiró a un rincón. Él temblaba, ya de
dolor, ya de miedo, pero no podía mover ni un músculo por sí solo, mientras
ella se acercaba. Su pie desnudo movió su pene y lo alargó hacia el suelo. Lo
tenía lo suficientemente grande para apuntar bien. Estiró sus piernas y levantó
la tubería en vertical. Fueron necesarios 5 golpes. Falló dos. Bajaron derecho
hacia él y rebanaron varios trozos que se quedaron pegados al tubo. Fue hacia
las mantas y desgarró una tira de ellas. Cogió el clavo y se acercó a él. No
había asco en su rostro, ni repulsión por tocar a aquel al que odiaba. No
ahora. Rodeó lo poco que le había dejado con la tela e hizo una especie de
torniquete ayudada por el clavo. Cuando terminó de apretar clavó este entre los
restos de los testículos y lo dejó asomando.
Tardó unos 20 minutos en cargar el cuerpo mutilado y
masacrado, con sus escasas fuerzas, escaleras arriba. Lo sacó a rastras de la
casa que nunca había visto. Si hubiera vivido alguien más allí, ella ya lo
sabría. Abrió la puerta general y el aire de la tarde le dio en la cara,
vendiéndole una libertad que ya no conocía ni parecía ansiar. Lo arrastró unos
20 metros más allá de la casa en un prado que terminaba en una carretera
secundaria. Lo dejó inconsciente, incapaz de moverse, sangrando, y casi ciego
en medio del prado. Volvió tras sus pasos.
Encontró todo lo que necesitaba dentro para hacer
arder ese antro. Pero antes de ello puso a salvo sus más preciadas posesiones.
Su trozo de muela y su cañería. Se colocó, desnuda, al lado de su captor y
esperó a ver cómo ardía aquella casa y todos esos días de gritos y de llantos.
Toda esa impotencia. Ardieron y ella se quedó a verlo. Recuperó su clavo del
torniquete y le echó una última mirada antes de empezar a andar.
Lo dejó allí tirado en la nada. Comenzó a caminar,
desnuda y descalza, libre de todo, salvo de su odio, por el asfalto tibio de
una tarde de verano. Un verano que se resistía a llegar a ella. Para ella todos
los pasos a partir de ahora serían sobre hielo. Sobre un hielo del color azul
del ojo que se deslizaba por la mejilla, y que nunca iba a olvidar.
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