Decisión Infernal.
Si
tuviera que contaros cómo, cuándo, o por qué morí, no podría deciros nada. Eso
no me haría dudar ni por un segundo de que actualmente y desde hacía un tiempo,
yo estaba muerto. No era sólo una sensación vaga en el fondo de mi cerebro que
me hiciera afirmar eso instintivamente, ni que literalmente vivíamos en una
especie de infierno o paraíso, dependiendo de cómo lo vieras, sino que millones
de almas a mi alrededor podrían afirmar lo mismo que yo. Estábamos muertos y
vivíamos en el infierno.
De
cualquier modo el infierno no era un lugar “infernal”. Tenías tu trabajo, aquel
que más te gustara, y podías cambiar de profesión si te apetecía, tenías tus
amigos, comida, bebida, distracciones varias, etc. La mayoría de la gente
estaba bastante conforme con esa “vida” diaria
y solían considerar que más que un infierno aquello era una especie de
cielo en el que uno tenía una vida normal y se limitaba a dejar que el tiempo
pasara delante de sus ojos. Para los demás aquella monotonía era lo peor que
nos podría haber ocurrido.
Al
principio no te dabas cuenta, pero en realidad el Más Allá tenía demasiada
pinta de un campo de concentración. Estábamos divididos por secciones, una
especie de urbanizaciones en las que la gente iba llegando y como por arte de
magia iban cambiando según lo que más le apeteciera. Hasta ahí más o menos
bien, hay que tener en cuenta la cantidad de almas que bajan (o suben) aquí
diariamente, sumándole todas las que ya han parado por estos lares anteriormente.
Así que deciden ponernos un número en vez de estar preocupándose por nuestros
nombres. Y así aparece en nuestras ropas, cualesquiera que usemos, una etiqueta
en la que consta: Alma ESXVIII2438310 cosido con hilo plateado. Sí, ese es mi
nombre ahora, pero no es el único que recuerdo.
No
ayudaba nada a esa sensación de vivir en un campo de concentración el que de
vez en cuando apareciera por allí uno de esos vigilantes. La mayoría solía
tener pinta de demonio, los había ángeles, criaturas mitológicas de cualquier
tipo, cuervos, valkirias y quién sabe que otros mil nombres. Se paseaban por
ahí hablando entre ellos y echando ojeadas a lo que hacíamos o dejábamos de
hacer sin dirigirnos la palabra. Una vez paseaban por una sección, solían haber
cambios estructurales que podrían parecernos mejor o peor según nuestros
gustos, pero nunca nada drástico. Casi habría preferido algo drástico. La
verdad era que allí nunca ocurría nada, así que la vigilancia era una mera
cordialidad que nos hacía saber que ellos andaban por ahí… rondando.
Por
si no fuera suficiente con todo esto, se encontraba la cuestión fluvial. Cada
sección de aquella llanura que se alargaba sin fin hacia el horizonte estaba
rodeada por un río eterno que serpenteaba entre ellas. Las secciones del borde,
como la que me encontraba viviendo ahora, daban a un río aún más ancho. Al otro
lado del río se podían apreciar unas murallas inmensas que terminaban en un
único puente de mármol gris que custodiaba un solitario guardián: una figura
humana de más de dos metros de alto, ancho de hombros como para vencer al
mismísimo minotauro y con una melena canosa que caía sobre sus hombros y su
espalda. Vestía con una armadura plateada que no parecía emitir ningún brillo,
al estilo de la edad del bronce, con una capa de color granate que caía sobre sus
hombros dándole calor. Él siempre estaba vigilando el puente. No importaba si
parecía ser de día o de noche, no importaba que sucediera, quien pasara cerca.
Él guardaba el puente. Y tras él dos magníficas puertas de ónice se alzaban inmaculadas
hacia el cielo, imponentes contra esa figura gris imperturbable que las protegía.
Si
llegabas al amanecer, unas letras plateadas aparecían en lo alto de las
puertas, brillando para los desesperados. Unos y otros decían que se podía leer
“Paraíso”, “Heaven”, “Tír na nÓg”, o “Campos Elíseos” o mil otros nombres; cada
una de esas palabras en una lengua diferente. Pero todos los que despertábamos
y nos acercábamos a aquel puente para ver sus puertas comprendíamos lo que
significaba: existe algo más. Pocos eran los que se paseaban por aquella zona.
Incomprensiblemente para mí, la mayoría de los “básicos”, como los habíamos empezado a llamar despectivamente,
disfrutaban de la vida allí. No tenían curiosidad por lo que pudiera haber
detrás de las puertas, ni de las murallas que se extendían a sus extremos
ocultándonos nuestro tesoro inalcanzable a la vista.
Allí,
frente a aquel puente, nos habíamos conocido todos “Los que recuerdan”. Abandonados por nuestra búsqueda insaciable
habíamos ido rondando por aquel lugar que a nuestros ojos era el puro infierno,
de una sección a otra, bailoteando sin sentido hacia un lado y otro hasta que
nos habíamos despertado allí. Descubrimos el puente, al guardián y a las
puertas. Y nos descubrimos unos a otros.
Mentiría
si dijera que la vida (o la muerte ¡Maldita ambigüedad!) no se volvió mucho más
agradable con aquella compañía. Pasábamos horas hablando y reuniéndonos en
paranoico secreto. Observábamos como los vigilantes, todos aquellos demonios,
ángeles y criaturas, saludaban al guardián del puente y esperaban a que él les
hiciera un gesto de asentimiento para pasar. Nos empezamos a preguntar cómo
podríamos cruzar el río, escalar las murallas, matar al guardián o hacer lo que
fuera para finalmente atravesar las puertas que nos cortaban el paso.

Pero
siempre volvíamos. Porque recordábamos. Por eso volvíamos.
La
mayoría de los muertos, en esa nueva y paciente vida, se iba diluyendo en esa
especie de nube que era el vivir allí. Los básicos
seguían existiendo para siempre, pero se dedicaban a vivir según las costumbres
que habían adquirido al llegar y las repetían una y otra vez. Poco a poco
olvidaban lo que habían sido en la vida anterior, olvidaban sus propios nombres
y se convertían en un alma con un número de asignación. Mientras tanto,
nosotros, recordábamos nuestros nombres. Todos y cada uno de los que se
sentaban frente al puente recordaban sus nombres y aguardaban planeando.
Habíamos dividido esa sociedad en dos clases, llenos de la frustración eterna
que nos llenaba el alma, y así, odiando esa capacidad de los básicos de vivir y dejarse llevar,
envidiando ese don, los despreciábamos y nos escondíamos; nos relacionábamos
cada vez más entre nosotros y menos con ellos; y comenzábamos a conspirar
mientras el mundo se movía tranquilamente a nuestro alrededor sin darse por
aludido.
Fue
por ese entonces, cuando nuestros planes comenzaban a tomar una forma más
vívida, que casi abandono por completo mi búsqueda. Recuerdo como aquel día,
agobiado por la angustia de mi espíritu, había comenzado a pasear en solitario
por mi sección. Cabizbajo avanzaba por las calles bien cuidadas, frente a
edificios de todos los colores y formas, siempre de una sola planta, quizás
para que la perspectiva de la llanura no se perdiera, quién podría saberlo. La
humedad del agua llegó entonces a mis sentidos y supuse que estaba caminando
por uno de los bordes de la sección. Entre el río que separaba mi sección de la
anterior y mi camino improvisado se mecían con una leve brisa unos cipreses que
se alzaban hacia el cielo contoneándose. Mi ofuscación no me habría permitido
fijarme en los árboles en esos momentos. Divagaba sobre cómo esquivar al
guardián, mientras que mis compañeros, Ahmed entre ellos, estaban organizando
un ataque y preparando armas para enfrentarse a él. A mí aquel imponente
anciano no me había hecho nada. No quería dañarlo, tan sólo quería cruzar la
puerta, saber qué había más allá y sentir que el mundo volvía a girar como
cuando estaba vivo. Y así cabizbajo, empezó a girar de nuevo cuando casi
tropiezo con ella.
Frené
justo a tiempo para rozarla con mis zapatos y mantener el equilibrio sin caer
sobre su cuerpo. Ella había estado tan embelesada en sus asuntos como yo.
Miraba hacia la llanura que se extendía tras nosotros con las piernas cruzadas
bajo su cuerpo y el cabello ondulado, castaño y brillando centelleante de la
humedad sobre sus hombros. Cuando sintió mi pierna no se sobresaltó pero sí me
miró directamente a los ojos, con aquellos dos enormes y expresivos ojos
castaños, su rostro alargado y sus labios que parecían estar más rojos que en
vida. En ese momento me sentí más vivo que en todos los siglos que había
llevado allí dentro. Había conocido a otras mujeres, y durante un tiempo, para
amargura de mi amigo Ahmed, algunos hombres. Había tenido las relaciones que
había querido, pero nunca me habían hecho sentir como si el mundo se fuera a
volcar sobre mí mismo.
No
recuerdo de qué hablamos esa vez, ni las siguientes veces tampoco. Quizás como a
los básicos, nos ocurre que olvidamos
las cosas buenas porque nos dedicamos a vivirlas plenamente. Así que poco a
poco, entre las mil complicaciones que surgían de nuestros miedos nos fuimos
conociendo. Disfrutábamos de nuestra presencia, de nuestras conversaciones
largas, y a veces del ruido de los árboles al mecerse, apoyados contra ellos.
Yo le enseñé el guardián y las puertas negras al amanecer, leímos juntos las
letras plateadas y nos cegamos con su brillo resplandeciente. Ella me enseñó la
llanura y las voces de los que se quedaban atrás, el placer de la vida y de los
recuerdos que deseaba perder. Los dos buscábamos algo en aquel mundo de los
muertos. Yo buscaba lo que se encontraba tras las puertas, y ella buscaba algo
que había perdido en el pasado.
Durante
un tiempo nos abandonamos el uno al otro, a nuestros paseos y nuestras noches a
solas, a nuestras perlas de vida que recuperábamos poco a poco. Nos dedicamos a
los pequeños y a los grandes placeres de nuestra mutua compañía. Esperábamos
que aquello nos adormilara para siempre y nos acunara en su pequeña sombra de
vida. Dejé de soñar con las puertas y soñé con besar su espalda y su cuello,
con el sonido de su voz al describirme la vida. Supongo que ella soñaba también
conmigo porque cuando las ansias de
nuestros sueños volvieron ambos nos rompimos por dentro.
Había
un deseo más grande que nuestro amor en nuestros corazones que poco a poco volvió
a salir a la luz. Paseaba a su lado y me detenía un segundo más de la cuenta
frente al puente. Ella me llevaba a ver la otra orilla y se quedaba en silencio
mientras le acariciaba el pelo, pero durante unos segundos ella parecía no
estar ahí, su mente volaba.
Nuestras
rutinas se fueron fortaleciendo cada vez más y aunque no nos abandonábamos y
seguíamos hablando y compartiendo nuestras noches, ya no lo hacíamos del uno o
del otro. Soltábamos peroratas sobre nuestros sueños mientras el otro luchaba
por contar los suyos. Nos empujábamos el uno al otro hacia un lado o al otro
sin querer. Y nos dolía, indecisos. Cuando nos separábamos sentíamos como nos
alejábamos y descubríamos en silencio que aquello nos atenazaba el alma.
Llegó
el momento en que mis compañeros decidieron tener la valentía suficiente para
asaltar las puertas y cruzarlas. Y yo no deseaba perdérmelo. Quería más que
nada cruzar esas puertas. Casi más que a nada. Así que corrí hacia ella y
discutimos. En plena calle, sin que nadie fijara su vista en nosotros,
discutimos a gritos. Ella deseaba olvidar. Pero para olvidar quería ir atrás,
quería volver al principio de todo, no abandonarse a una felicidad incompleta.
Quería descubrir qué era aquello que le hacía sentir dolor, recordarlo, y luego
olvidarlo en calma. Quería ir hacia atrás, hacia el principio de todo, donde
dejábamos la mayoría de los recuerdos al entrar en ese infierno. Quería que
fuera con ella, y yo quería que fuera conmigo, porque creía que tras aquellas
puertas encontraríamos la calma, lo que necesitábamos para estar en paz.
Pero
su alma y la mía recorrían caminos diferentes. Convencidos a luchar por lo que
nos gritaban nuestros más puros instintos, decidimos separarnos en aquel lugar.
Una decisión que nos quemó por dentro como si de lava se tratase. Así que entre
lágrimas y gritos nos besamos, y yo, sin mirar atrás, volví con aquellos que
intentaban cruzar las puertas al otro extremo de la sección.
Alcancé
a llegar para ver a mis compañeros empuñando sus armas frente al guardián,
dispuestos a atacarle. Y él, con su armadura plateada y las manos desnudas les
hizo frente cuando se lanzaron a herirle. Yo estaba paralizado a pocos metros
del puente. Desaparecieron, uno tras otro, al ser tocados por sus manos, como
si de un leve humo se tratara toda su existencia. Vi a Ahmed lanzar una especie
de cuchillo e intentar rodearlo para acercarse hacia las puertas. Pero él era
más rápido y con uno de sus dedos hizo que se disolviera en nada. Allí quedaron
las armas desnudas sobre el mármol del puente, y el guardián volvió a su puesto
dirigiéndome la mirada.
No
me había percatado de que estaba andando hasta que me encontré frente a él y
levanté la vista para mirarle directamente a los ojos. Ambos con las manos
desnudas. Él impertérrito y yo con las lágrimas cayendo sobre mis mejillas.
—
¿Qué has hecho con ellos?— Alcancé a preguntar con la voz ahogada por la pena
que se alojaba en mi garganta.
—Han
vuelto a donde empezaron. Recorrerán todo el camino de nuevo. Aprenderán. —Resonó
su voz profunda como el eco en las montañas.
—Sea.
Fue
lo único que alcancé a decir, asumiendo mi sentencia y avanzando a su lado. Prefería
volver a morir ahora y empezar de nuevo este camino infernal. Ya no los tenía a
ellos, y tampoco podía volver con ella. Lo sentía en el pecho, en la sangre que
ya no latía por mi cuerpo, lo sentía en todas partes. Estaba perdido. Sólo
quería poder dar unos pasos más y aunque fuera por un segundo, tocar las
puertas, saber que existían de verdad.
Avancé
por la izquierda del guardián, e instintivamente, al estar a su altura, como
hacían todos los vigilantes, me paré un segundo y le miré de nuevo, ahogado en
lágrimas. Él no giró su rostro para mirarme. Pero como había hecho con ellos,
asintió.
Avancé
entonces y di los pasos más largos de mi “no-vida”. Toqué las puertas y sentí
un calor tibio provenir de ellas. Se abrieron ante mí sin emitir ningún sonido y
avancé hacia aquel lugar por descubrir. Lo había conseguido. Había llegado más
allá. Había sobrepasado al guardián y a las puertas y me había adentrado en lo
desconocido. Mi cuerpo quería saltar de la emoción mientras cruzaba las puertas
que habían bloqueado mis pensamientos tanto tiempo. Me sentía feliz. Casi
totalmente feliz.
Mi
cuerpo la recordó a ella y la echó de menos un segundo, me giré para mirar
atrás mientras las puertas se cerraban. Alcancé a verla entonces. Había
recogido una de las armas de mis compañeros y se dirigía hacia el guardián con
paso decidido.
Ella
miraba hacia delante ahora y yo miraba hacia atrás. Justo al revés de cómo lo
habíamos hecho todo este tiempo. Los dos volvimos a estar obsesionados en
direcciones opuestas, uno hacia el futuro y otro hacia el pasado. Sonreía
cuando gritó mi nombre.
Sonreía
cuando gritó mi nombre y nunca pude olvidarla.
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