La cañería del odio III: Final.
La cañería del odio I
La cañería del odio II
El
ruido de la cafetera mecánica soltando aire dentro de la leche para hacer
espuma la despertó de su ensueño. Sus amigas seguían hablando animadamente en
la mesa mientras se terminaban sus cafés y el suyo se enfriaba mientras tanto.
Habían aprendido con el tiempo a dejarle tener esos minutos en los que su mente
desaparecía por completo de la realidad.
La cañería del odio II

Habían
pasado casi dos años desde que saliera caminando desnuda desde una casa ardiendo.
Dos años desde que la encontraran así en la carretera y llamaran a la policía.
Apenas un año y medio desde que metieron a su captor entre rejas. Tras aquello
le había costado recuperar su vida. Más de lo que nadie se podría imaginar. Los
meses sin querer ver a nadie, sin hablar, sin salir de su habitación en la que
se quedaba mirando por la ventana durante horas interminables. Lo peor habría
sido la mirada de aquellos que la conocían. Esa mirada en la que apenas podía
reconocerse y que intentaba comprenderla con la ilusión de que volviera a ser
la misma. Sus padres, su familia, sus amigos… La buscaban y encontraban una
cáscara vacía que apenas se dirigía a ellos y que lo observaba todo con el
desprecio exudando por todas las partes de su cuerpo.
Las
semanas y los meses fueron pasando hasta que consiguió salir de casa y
enfrentarse al mundo. Cuando lo hizo todos sus conocidos parecieron sorprenderse
de lo rápido que avanzaba. Salir con los amigos, volver a la universidad,
esquivar a los periodistas que de vez en cuando buscaban una entrevista,
sonreír una vez cada dos semanas… Le parecía curioso que nadie osara
preguntarle sobre lo sucedido aquel último día. Le habían preguntado sobre los
seis años que había perdido. Cómo había sobrevivido, si la había violado, le
había pegado o todo ese tipo de preguntas que con la ayuda de un psicólogo
respondía pacientemente. Pero nadie le preguntaba sobre el día que había
escapado. Lo habían leído en los periódicos sin lugar a dudas. Lo sabían por
rumores o por los videos que los canales de televisión habían retransmitido a
todas horas. Pero no querían mirarla y creer que la chica que conocieron en
otra vida había desaparecido. Que la mujer que les devolvía la mirada era capaz
de aquellas cosas y mucho más. Ella no le daba importancia a esos asuntos. Ella
seguía adelante.
Pese
a todo tenía esos lapsus momentáneos en los que se perdía durante unos minutos en la semiinconsciencia.
Luego regresaba, sonreía, y todo el mundo simulaba no haber notado nada. Lo
mismo sucedía ahora en la cafetería delante de sus amigas. Alargó la mano hacia
su café, sólo y con poca azúcar, y notó que se había enfriado más de la cuenta.
Pero aun así se lo llevó a los labios dejando en la taza unas leves marcas de
carmín al terminar con él. Intentó concentrarse en la conversación y averiguar
de qué hablaban sus amigas. Poco a poco se introdujo en la charla con algunos
comentarios sobre por qué no debería liarse una de ellas con el becario que
habían contratado hacía un par de meses en la empresa que dirigía. Al final
todas las mentes parecían funcionar igual, pensó, “las pasiones dominan al
cuerpo”.
Su
pequeña reflexión le obligó a mirar el reloj. Si no se daba prisa se le haría
tarde y tendría que intentar volver mañana.
—Chicas,
tengo que irme. Me he despistado y entre el tráfico y todo lo demás es posible
que llegue tarde ya—. Dijo levantándose y colocándose la chaqueta.
—Tendrías
que haberme avisado y te podría haber alcanzado con el coche.
—No
te preocupes— le guiñó un ojo— la verdad es que prefiero ir sola y preparándome
mentalmente.
—Bueno,
si es por eso no hay problema. Dale recuerdos al psicólogo de nuestra parte —.
Las demás se rieron a coro y ella les devolvió la sonrisa.
Salió
de la cafetería y caminó media manzana hasta que levantó la mano para pedir un
taxi. No le gustaba que la vieran cogerlo, ni que le preguntaran dónde estaba
el famoso psicólogo que la había ayudado a salir de casa y a relacionarse con
el mundo de nuevo. No tardó en acercarse uno a donde se encontraba y poner los
indicadores esperando a que entrara. Le dio la dirección y se puso a mirar por
la ventanilla cerrada. El aire estaba demasiado frío en esa época del año.
Su
cabeza empezó a deambular por los sucesos de los últimos meses, como solía
pasarle en esos minutos de trayecto. Sobre sus amigos y su familia, y cómo la
veían a ella avanzar por ese mundo confuso del que había desaparecido más de
seis años. Había dejado de pensar como aquella que había sido. Durante los
primeros meses se había sentido extrañada, confusa, porque no quería mentirles
a esos que le demostraban su cariño y su amor. Pero con el tiempo descubrió que
esa parte de ella era un remanente del pasado, que su yo actual no tenía problemas en mentir, en ocultar cosas que sólo
ella necesitaba saber. Se sentía en calma así, y al fin y al cabo, esa calma
era lo único que contaba para ella.
Calculó
que la media hora de taxi había pasado más rápidamente que de costumbre y le
pagó al taxista cuando llegó a su destino. No tenía problemas de dinero gracias
a una pensión compensatoria que le había otorgado el estado. De todas formas no
es que ella se dedicara a despilfarrar el dinero. El taxi de ida y vuelta dos
veces por semana estaba más que justificado.
La
mole de cemento y hormigón de la prisión siempre parecía sorprenderla. Le traía
recuerdos. Malos recuerdos. Recuerdos que la hacían hervir de odio. Avanzó.
Los
controles rutinarios ya eran cosa normal para ella. Dejar todos los objetos,
hablar con los guardias, firmar, todo lo rutinario. Pensaba que si en vez de
hacerla pasar por todo eso la obligaran a cruzar descalza una sala cubierta de
carbón ardiendo, la cruzaría igualmente. Todo merecía la pena con tal de
sentarse en aquella silla. Siempre empezaba a sudar cuando se sentaba allí.
Sentía sus manos pegajosas y dejando marcas por toda la mesa. El cristal frente
a ella devolviéndole un poco de su reflejo. La puerta blanca que esperaba que
se abriera por fin. El teléfono a un lado de la cabina como en esas películas
de la televisión. La verdad era que esas salas apenas se utilizaban, porque lo
normal era que los que iban a visitar a alguien a la cárcel fuera un conocido o
un amigo. Pero la que esperaba allí no era ni una cosa ni la otra.
La
puerta se abrió y allí apareció él seguido de un guardia. Su cuerpo se calmó
como por arte de magia y el sudor de sus manos desapareció. Se había quedado
completamente calvo en menos de un año. Lo que antes era un poco de pelo
castaño ahora eran tres o cuatro canas raquíticas que se resistían a caerse.
Según avanzaba hacia ella pudo ver como su único ojo azul, en su momento frío
como el hielo, se volvía lloroso y parecía buscar una salida en aquel lugar,
una escapatoria para no sentarse delante de ella. Aprisionado tras unas gafas
viejas y pegadas con cinta aislante, mientras la cuenca del otro ojo permanecía
vacía y de color carne. Un agujero hacia el pasado. Se acercó cojeando hasta la
silla. Sus rodillas difícilmente volverían a ser lo que habían sido hacía más
de dos años.
Por
fin se sentó frente a ella y pudo percatarse, como siempre, de que las
cicatrices de la cabeza parecían marcarse más con la falta de pelo, parecían
brillar en su calva ayudadas por el sudor nervioso de aquel despojo de hombre
que la miraba al otro lado del cristal con su único y temeroso ojo azul.
Levantó los brazos con las esposas tintineantes y colocó las manos sobre la
mesa, no sin que antes pudiera dejar ver un atisbo de temblor en ellas, casi
imperceptible para quien no estuviera buscando esos signos. Pero ella lo vio.
Sudaba
también por ellas. Las extendió para que los guardias las pudieran ver. Había
intentado no hacerlo las primeras visitas y pronto descubrió que no era
conveniente enfadar a quien te daba de comer. Los dedos se mantenían pegados a
la mesa, con la condensación saliendo de ellos y dejando una marca de sudor;
una marca de sudor a la que le faltaban
dos dedos anulares, un dedo corazón y un dedo pulgar. Aquella fue una
dura lección de aprendizaje.
Una
vez lo tuvo frente a ella alargó la mano hacia el teléfono de la cabina y en
vez de llevárselo al oído golpeó con él la pantalla mientras le miraba
directamente. Siguió golpeando durante unos minutos “toc, toc, toc, toc.” hasta que el triste cíclope que mantenía sus
desmenuzadas manos frente a ella soltó un suspiro sollozante y alargó la mano
para coger el teléfono y llevárselo al oído. Ella hizo otro tanto.
Silencio.
Era
un silencio tenso por una parte y tentador por la otra. Él observaba segundo
tras segundo sin que su iris azul dejara de moverse, como un ratoncillo
buscando una salida mientras el gato mueve su zarpa y lo pisa, juega con él,
sin intención alguna de comérselo, simplemente por la curiosidad del juego. Y ella
lo miraba con el rostro mudo pero una sonrisa triunfante en su alma mientras
paseaba sus dedos por un escote un poco más abierto de lo normal, demasiado
sugerente para que alguien, con los gustos apropiados para la situación, no
quisiera echar un ojo y ver lo que escondían aquellas prendas de ropa. El
hombre al otro lado del cristal no olvidaría nunca lo que la mujer a la que se
enfrentaba ahora, la mujer a la que había secuestrado más de seis años le había
hecho a sus genitales, prácticamente inexistentes ahora y que casi le habían
costado la vida. En ese silencio, él contenía los sollozos pero no las lágrimas
que se deslizaban solamente por uno de los lados de su cara. En ese silencio
ella se erguía orgullosa frente a aquel que le había robado su vida.
El
tiempo parecía recorrer aquella cabina con extrema lentitud para goce de ella y
para sufrimiento de aquel que jugaba en casa. Y él, sabiendo que el juego lo
tenía perdido comenzaba a sollozar por fin y a rogarle que le hablara, que por
qué no lo abandonaba, que por qué no dejaba de visitarle, que lo sentía, que le
pedía perdón, que no había otra cosa de la que se arrepintiera más en su vida,
que deseaba morir, que le matara, que tenía que haberlo matado aquel día y que
se lo habría merecido, que le hablara, que por favor dejara de mirarlo con
aquellos ojos fríos y le hablara por fin.
Ella
mantenía el silencio. Ella no habló nunca. Ella había empezado a salir de casa
cuando se atrevió a visitarlo y dejó que su odio volviera a la vida. Ella había
perdido todo lo demás y lo único que le quedaba era ese odio a veces frío, a
veces una furia ardiente, que la devoraba y le daba vida por igual, que
conseguía hacerla sonreír por las mañanas y conseguía que un par de veces a la
semana, cuando se sentía en paz y vibrantemente furiosa, pudiera dormir y
descansar como lo había hecho en otra vida.
Volvió
a casa con esa sensación. Una sensación de plenitud, de un alma que cumple su
objetivo en la oscuridad. Un talento explotado hasta la gloria, de la sensación
de vaciar el plato cuando está rebosante de tu comida favorita. Así sentía ella
el mundo ahora. Porque no había otra forma de vivir. El amor podía desaparecer
si no se lo alimentaba, pero el odio se escondía y buscaba siempre una ceniza
humeante a la que aferrarse con todas sus fuerzas para revivir al día
siguiente. Y ella era feliz con ese odio. Era feliz al volver a casa esas
noches y cerrar la puerta tras de sí, quitarse la ropa enseguida y sin probar
bocado meterse en la cama y mirar el techo. En ese momento metía la mano en el
cajón de la mesilla de noche y tocaba dos pequeños objetos: un clavo doblado y
una muela rota, mientras con su lengua se tocaba el hueco que le había dejado
en las encías. Conseguía entonces sonreír y soltar una carcajada, una carcajada
llena de vida, quizás de malos pensamientos, pero de vida al fin y al cabo.
Luego,
la misma mano se deslizaba bajo la almohada y notaba el frío de una tubería, de
una pequeña cañería que lo había significado todo para ella. Una tubería llena
de ira a la que se aferraba con todas las fuerzas de su vida, un trozo de metal
que la tranquilizaba hasta el punto de hacerla dormir. Una cañería del odio.
FIN.
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