La ventana de la línea 12.

Finalmente se acerca la inconfundible
mole de color amarillo que parece albergar todas mis esperanzas. Me adentro en
ella, ya con la música resonando en mis oídos a ritmo de rock, porque al salir
parece que lo necesito más. Busco mi asiento, casi siempre de espaldas. ¿Por
qué? Quizás porque la gente odia sentarse de espaldas y eso evita que nadie se
siente a mi lado la mayoría de las veces. Quizás porque puedo apoyar la rodilla
mejor en los recovecos de la guagua, y aunque se me duerma la pierna en el
camino, puedo colocarme de una forma no muy saludable que me resulta
mortalmente cómoda. Quizás porque me sitúa de frente a la mayoría de la gente y
me gusta ver lo que hacen, intentar descifrar lo que piensan o lo que han
vivido ese día, sus miradas… Quizás es un poco de todo eso. De todas formas, tomo
asiento.
Saco entonces mi libro y me dispongo a
leer. Sé que estoy cansado y que probablemente me concentre poco en la lectura,
pero para mí aprovechar esos pocos minutos para leer es una pequeña bendición.
La guagua empieza a moverse y la
pequeña travesía diaria comienza. Me pierdo en las páginas unos segundos,
coloco el marcador tras la portada y engancho la página siguiente a la que me
dispongo a leer con un dedo tras ella. No sé cuantos minutos trascurren hasta
que mi vista cansada decide que debo mirar por la ventana para despejarme, o
que estoy dando cabezadas y que no me entero de lo que leo. Mi vista se pierde
entonces y comienzo a percatarme de cosas que quizás los demás olviden o no
sean capaces de ver.
La mayoría de las veces me asusta lo
enfrascados que vamos todos, yo incluido, en nuestros teléfonos móviles.
Decenas de cabezas agachadas, una y otra vez, fijas en nuestras pequeñas y
adictivas pantallas, marcando un ritmo cadencioso y profundamente deprimente en
la oscuridad de las miradas. Están enganchados, como yo, a ese pequeño aparato,
y quizás muchos estén peleando contra esa adicción, diciendo que no pueden
estar todo el día pegados, pero es difícil desengancharse de la heroína cuando
llevas a tu camello en el bolsillo. En esos momentos me alegro de llevar mi
libro (mi otra droga) y sólo permitirme utilizar el teléfono en la guagua para
llevar música todo volumen por los cascos y acentuar la posible sordera en mi
vejez.
Entonces me dedico a observar a la
gente. A observar el mundo y los pequeños detalles. Veo una anciana que sonríe
pese a la edad y no quiere sentarse en el sitio que le deja otra persona, veo
su orgullo y su fuerza, su juventud en la mirada. Hay un hombre que ríe
hablando por teléfono, puede que hablando con un amigo, o con su hijo que está
lejos y hace tiempo que no lo ve. Un par de niños se ríen intentando mantener
el equilibrio en esa especie de acordeón que divide la 12 en dos partes y que
dobla la guagua por la mitad. Por el reflejo del cristal noto que hay una chica
que me mira, cuando a través del mismo reflejo la miro y ella se da cuenta,
esconde la mirada, quizás avergonzada. A lo mejor piensa que le parezco
atractivo, o puede que sólo esté mirando el título del libro en mis manos, o
que estoy despeinado, o que para llevar una corbata no parezco ir a predicar
ninguna religión. Quién sabe…

La guagua continúa su camino y me fijo
en las flores de los jardines, en sus colores brillantes, en cómo rompen el asfalto
las plantas, como resisten el embate incesante de la humanidad. Me repito casi
en voz baja en mi cerebro: “La vida se abre paso”. Y me alegro por ello.
Levanto la vista y veo un molinillo de colores girar con el viento colgado de
un balcón. Me pregunto cómo una cosa tan pequeña puede despertar tantos
sentimientos, una especie de alegría infantil que te recorre el cuerpo
despertando tus recuerdos. Quizás ese es el sentido del arte.
Veo el capó de un coche aparcado pegado
a trozos con cinta adhesiva de esa de color marrón, y suelto una carcajada que
desconcierta a los que me acompañan en la guagua en este viaje singular.
También hay tres chicas intentando montar a la vez en una bicicleta. Cuando una
se sube la otra tiene que apoyarse por el otro lado a punto de caer. Cuando la
otra lo intenta, pasa lo mismo por el lado contrario mientras la que está
delante se ríe a carcajadas. Me sonrío recordando tiempos mejores. Veo también
un chico, o quizás es una chica, caminando por la acera. Es guapo, o guapa, no
sabría decirlo. Veo otro coche que me sorprende cada día, uno que se encuentra
en la parte de atrás de la quinta planta de un hospital. Siempre me pregunto
cómo pudo llegar ahí. Si es real o sólo una especie de espejismo.
Veo
muchas cosas en la guagua. Observo la realidad y me pregunto si los demás están
viendo lo mismo que yo. Seguramente no. Pero espero que estén viendo algo. Que
no estén completamente ciegos y vean el mundo, lo huelan, lo saboreen, lo
escuchen… Ojalá lo estén haciendo ahora mismo y se pregunten qué demonios estoy
pensando yo.
Comentarios
Publicar un comentario